En forma insistente se ha sugerido a las principales autoridades del país evitar el uso de la ofensa, el insulto y la descalificación.
Vano intento porque, pese a algunos esfuerzos, de inmediato nuestras autoridades se creen con el derecho de maltratar no sólo a quienes consideran sus eventuales adversarios, sino a quien disienta del discurso oficial, así sea un adherente militante.
Con esta actitud se devalúa la pacífica convivencia y se degrada la legítima confrontación política. Si hay incapacidad de debatir con argumentos y se recurre al insulto permanente, no habrá posibilidad de enfrentar ideas y proyectos. Además —y esto es importante— se trata de una perversa pedagogía de la acción pública. Es decir, se lanzan mensajes de violencia verbal que pueden ser aprendidos por las nuevas generaciones.
En ese contexto se inscribe el ataque del Primer Mandatario a los obispos de la Iglesia Católica, que ha merecido una respuesta severa pero constructiva tanto de la Conferencia Episcopal como del cardenal Julio Terrazas, exhortándolo, una vez más, a guardar el debido respeto para lograr un diálogo fluido. Más allá de lo que los áulicos puedan decirle al Presidente del Estado, lo cierto es que sus expresiones hieren la sensibilidad de más del 80 por ciento de la población y, como debería saber, una vez que las palabras salen, ya no son de uno sino de todos y sus expresiones dañan y ofenden.
Es de esperar que, por el bien de la sociedad y de las propias autoridades, de una buena vez por todas se recupere el valor de las palabras y no se mantenga la actitud de violencia que domina la retórica oficial.
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