Tradicionalmente, las relaciones entre la Santa Sede y el Estado boliviano han sido cordiales, respetuosas y fructíferas. Bastará recordar la histórica visita de Juan Pablo II a Bolivia durante el último mandato de Víctor Paz Estenssoro y la visita oficial de Evo Morales a Benedicto XVI, no exenta de polémicas. En todo caso, debería quedar claro que las relaciones Gobierno-Iglesia Católica boliviana deben ser tratadas en casa y no trasladadas al Vaticano, en reconocimiento a que el pueblo boliviano es mayoritariamente católico.
Ni siquiera la aprobación de la nueva Constitución, que ha modernizado las relaciones entre Iglesia y Estado, ha ocasionado traumas, debido al consenso en torno a una mayor independencia, que no implica separación o confrontación. En el fondo, entre el llamado proceso de cambio y la doctrina social de la Iglesia existen, en teoría, muchas coincidencias, lo que explica el gran número de simpatizantes y colaboradores que todavía tiene ese proceso entre los fieles católicos y hasta entre religiosos y religiosas. Existen además coincidencias inéditas entre Evo (y las culturas que representa) y las posturas tradicionales de la Iglesia en materia de defensa de la vida, de la naturaleza del matrimonio y hasta en el uso de contraceptivos.
Sin embargo, en la práctica, durante el gobierno de Morales las relaciones con la Iglesia boliviana han sido tensas por varias razones. Por un lado, la libertad que ejerce la Iglesia, a través de los obispos y el Cardenal, para ver y juzgar las acciones del Ejecutivo que afectan a la dignidad de las personas no ha sido bien vista, hasta el punto que se ha considerado al cardenal como un enemigo del Gobierno (Sacha Llorenti, dixit). Por otro lado, existen conflictos puntuales, pero de mucho alcance, que tensionan periódicamente las relaciones Estado-Iglesia, como la aplicación de la reforma educativa en colegios católicos y de convenio, la formación de los educadores o la insólita administración de los cultos ecuménicos por el Ministerio de Relaciones Exteriores.
En este contexto, ¿qué impacto puede tener en esas relaciones la elección del cardenal Jorge Bergoglio como papa Francisco?
Las primeras reacciones del gobierno de Evo a la elección han sido ambiguas. Tratándose básicamente de un tema de política exterior, era de esperar que el ministerio correspondiente o el mismo Presidente se pronunciaran. Sin embargo, el Ministerio de Comunicación imprudentemente se adelantó haciendo de caja de resonancia a unas sospechas, nunca probadas, en contra de Bergoglio. Aunque Bergoglio fue para Cristina Fernández la piedra en el zapato que el cardenal Terrazas es para Evo, felizmente, el propio Morales salió al paso de esas especulaciones con una carta de felicitaciones al nuevo Papa. El olfato político de Evo, una vez más, se ha impuesto al despiste de sus ideologizados colaboradores.
Volviendo a la pregunta, no creo que habrá cambios trascendentales en las relaciones entre la Iglesia en Bolivia y el gobierno de Evo. Las culturas indígenas son tradicionalistas en las temáticas ‘sexuales” sobredimensionadas por el discurso globalizador y de moda, como es el caso de la legislación de las uniones homosexuales y el aborto, para citar algunos ejemplos. Será más fácil entrar en sintonía con un Papa que, siendo tradicionalista en materia moral, recupere las prioridades de los pobres, la temática social y el valor del servicio. Los nudos álgidos de las relaciones seguirán presentes, pero ojalá encauzados con una mayor confianza mutua y sin prejuicios: Gobierno e Iglesia se necesitan complementariamente para cumplir el respectivo servicio al país.
Sin embargo, donde el nuevo estilo del papa Francisco puede tener un impacto indirecto tanto para la Iglesia boliviana como para el Gobierno de nuestro país es en su capacidad de interpelar acerca de los valores prioritarios que hay que testimoniar en bien del pueblo.
En este sentido, los primeros y elocuentes gestos del pontífice Francisco deberían hacer reflexionar también a los sinceros simpatizantes del proceso de cambio. Me limitaré a comentar tres señales viales y vitales de su pontificado que son de interés para el país:
En primer lugar está la pobreza. La Iglesia entiende la pobreza diferentemente del Estado y, sin embargo, hay mucho camino común que ambas instituciones pueden recorrer. Para el Estado, la pobreza es un mal que hay que erradicar o por lo menos mitigar, mediante programas y medidas distributivas de los recursos comunes y la creación de fuentes de trabajo digno. La Iglesia, si bien no es ajena a esos objetivos y en los hechos contribuye con programas propios y con iniciativas compartidas a lograr esas metas, no deja de recordar que las bienaventuranzas anuncian: “felices los pobres” y no “felices los que se jactan de ayudar a los pobres”. Servir a los pobres no significa enriquecerse, sino testimoniar la pobreza aceptada como señal de libertad.
El segundo signo es la humildad, que es la llave que abre los corazones, hasta del adversario. No es señal de debilidad, sino de madurez para valorar lo que realmente es importante y lo que no lo es para la vida y la paz. Al actual Gobierno, y no sólo a él, le hace falta mucha más humildad para ejercer el poder al servicio del pueblo.
El último signo es la misericordia hacia el pecador, que no excluye la lucha contra el pecado. Si bien ese principio es parte de la doctrina tradicional, sin embargo, no se lo practica en todo el alcance que le dio Jesús. En nuestro caso, si en las disputas políticas se supiera separar el adversario del objeto de la confrontación y si el que cree tener la razón tuviera mayor tolerancia con el que también la tiene, aunque parcialmente, otra sería la sociedad boliviana.
En suma, lo que estamos vislumbrando como un programa de renovación y reforma de la Iglesia por parte del papa Francisco podría llegar a ser el anuncio “evangélico” de un programa de renovación de las relaciones sociales y políticas también del pueblo boliviano, de su Iglesia y de su Gobierno.
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