Desde el pasado domingo, con esta combinación de castellano y latín, podemos invocar la protección y ayuda del beato Juan Pablo II, el papa Karol Wojtyla, en virtud de la certificación oficial de la Santa Sede, al declararle solemnemente beato. Esta denominación tiene su propio sentido en el lenguaje de la Iglesia católica. Significa que podemos tener la seguridad de que la persona así designada, está gozando de la presencia de Dios. O, dicho desde el punto de vista de quien lo invoca, que tenemos un intercesor ante Dios mismo.
Para que la Iglesia declare a una persona difunta, siervo de Dios, beato y, por último, santo, se abre un proceso sobre su vida, así como un examen científico muy riguroso de sus milagros. Se han dado casos en que un científico no católico se ha convertido por haber comprobado que ninguna potencia natural ni procedimiento científico pudo haber producido los efectos extraordinarios que llamamos milagro.
La ceremonia de beatificación del papa Wojtyla fue contemplada con entusiasmo en la plaza de San Pedro, del Vaticano, por cerca de un millón de personas, más las ubicadas en los alrededores. Y otros incontables televidentes de todo el mundo, porque la memoria de la personalidad del papa Juan Pablo II aún inspira un profundo respeto y devoción. Se ha repetido la idea de que el papa Wojtyla fue la piedra en la que tropezó y se derrumbó el comunismo. La verdad histórica afirma que el comunismo se cayó por sí mismo. Si Juan Pablo II influyó también, no puede negarse, aunque esta trascendental influencia no entraba en el marco del papado ni mucho menos en la beatificación. Quienes tuvieron la suerte de estar a su lado confiesan que la figura del Pontífice era la de un hombre de profunda piedad, al mismo tiempo que de un infatigable dinamismo y de una alegría interior que sólo se trasluce en aquellas personas de una fe profunda y una esperanza viva.
Viajó por casi todo el mundo difundiendo el mensaje de Jesús, utilizando su don extraordinario de comunicador. Uno de quienes tuvo la fortuna de acompañar al papa Wojtyla en su viaje por Bolivia en 1988, fue el que escribe estas líneas.
En todas partes percibí la reverente unción, la solemne naturalidad con las que presidía las acciones litúrgicas. ¡Y esos ojos claros! ¡Y esa sonrisa espontánea y luminosa! La sencillez y el afecto con los que saludaba y bendecía a quienes se le acercaban. A la madre joven llevando en sus brazos a su hijo de pocos meses, a hombres y mujeres maduros, a los indígenas ataviados con sus vestimentas originales, que interpretaban melodías religiosas con sus instrumentos primitivos, en armonía con los violines que introdujeron los antiguos misioneros.
El ahora beato Juan Pablo II transmitía paz, profunda espiritualidad, sencillez. Su rostro, claro, reflejaba bondad y mansedumbre de carácter, y entusiasmo de voluntad. Y todas estas cualidades juntas, unidas a la aureola que siempre rodea de manera invisible pero sí vibrantes para las fibras más sensibles del ser humano cuando se encuentra con un personaje excepcional, producían un impacto inolvidable que permanece en mi recuerdo. Es mi reliquia del beato Juan Pablo II, que guardo en mi memoria. Los vaticanistas no dudan de que pronto será declarado santo. Ora pro nobis.
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