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domingo, 1 de abril de 2007

Domingo de Ramos. Porqué me has abandonado?

Ese boletín tan original sobre la Iglesia que trae los domingos Periodista Digital:Jesucristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó incluso hasta someterse a la muerte, y una muerte de cruz (Flp 2,6-11).

Estamos en Semana Santa. Santa, porque Jesús, Dios hecho Siervo de Yahvé, suceso único e irrepetible, cargando con nuestras dolencias y pecados, nos amó hasta el extremo. El misterio pascual se mueve entre la vida y la muerte, entre el fracaso y el triunfo; los ritos se estructuran entre la procesión aclamatoria de los ramos y la Pasión de Cristo.

El Profeta Isaías, en el tercer Cántico, dice que el Siervo, "encarnándose", aceptó su horrible humillación y sufrimiento, especialmente hasta la muerte: “El Señor Dios me ha llamado y yo no me he rebelado ni me he echado atrás. Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos” (Is 50,4-7). El salmo responsorial recuerda la llamada de dolor al Padre: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” (Sal 22,2-24).

San Lucas explica que tres poderes religiosopolíticos, el Sanedrín, Herodes y Pilato deciden dar muerte a Jesús; más la multitud, al calor que más calienta, que lo aclama al entrar en Jerusalén, y, luego, grita: ¡crucifícalo! ¡crucifícalo! Es la historia de un inocente, víctima de la injusticia de tres tribunales. Por eso, en esta hora, clamamos paz y justicia; en la hora de la Semana Santa, pensamos en tantos que son condenados, tantos que sufren injustamente la sinrazón y la maldad de los Sanedrines, de los Herodes de turno. No podemos olvidar los entresijos del poder, las entretelas del odio y el fanatismo siempre presentes, y los recodos del miedo, que posibilitaron la Pasión de Jesús. Esta hora no admite lavarse las manos, eso es ceder al mal; hay que enfrentarse y tomar posición ante la opresión y la injusticia que rige en nosotros y en nuestro mundo.

Aún estamos a tiempo, podemos adoptar la verdad, “yo soy, dijo, el camino la verdad y la vida (Jn 14,6), marchar con el que sufre, acoger al débil, al oprimido, al vejado y apiñarnos con el pequeño resto de fieles que va con María y el discípulo.

La figura del Siervo introduce una de las cimas culminantes de la revelación y de la teología; la gran novedad estriba en su misión ignominiosa, expiatoria; el sufrimiento es un camino hacia Dios, no solamente una realidad de la cual hay que pedir la liberación, como se ve en los salmos. Y ese sufrimiento puede tener valor no solamente para quien sufre, sino también para otros; él carga con el dolor de toda creatura y tiene la confianza que ilumina el sufrimiento. Es palabra de aliento para todos los abatidos; escucha y oye siempre el dolor del desterrado. Dios está en el sufrimiento con el siervo; sus siervos son todos los que sufren y atienden su sentido; en ellos se redime el dolor. La Pasión, en la aceptación definitiva de la muerte, asegura el testimonio de solidaridad con todas las víctimas humanas del abuso del poder.

Dar la vida por los demás no es fácil. Cristo lucha entre el impulso de conservar su vida y el cumplimiento de los designios de Dios, que le lleva al acto supremo expiatorio por la humanidad irredenta y caída. Es la tensión que le provoca sudor de sangre. Jesús, sin embargo, acepta tan profundamente su entrega por el amor, que le hace excusar a los mismos verdugos que lo clavan y crucifican. Así dice San Pedro: “Padeció por vosotros dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas” (1 Pe 2,21). La cruz es el sacramento de la misericordia divina.

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