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lunes, 8 de abril de 2013

conmueve la reminiscencia de Gastón Cornejo sobre "el viernes Santo de ayer" compara con el de hoy, difícil de aceptar. dónde está la piedad del pueblo, el dolor que sentían los católicos acompañando el Santo Sepulcro...toda ha cambiado, se ha folklorizado y despojado del esplendor que la presencia de las FFAA otorgaba al enterramiento de Jesús.

Muy grave darse cuenta que maduramos indefectiblemente en edad mientras el ambiente, en lugar de progresar en significación, se fue deteriorando en fundamentos ideológicos, perdidas las buenas costumbres, las tradiciones postergadas, ausentes los escenarios apreciados. Me cumplió evocar la procesión del Viernes Santo de mi antaño Lasallista. Entonces, muy aseado, el terno oscuro, la blanca camisa de cuello y puños almidonados, la corbata bien anudada de luto estricto, los zapatos brillando de crema lustrosa; apresurado llegaba al colegio para asistir a la piadosa marcha fúnebre, con paso espacioso y en silencio estricto, salvo algún rezo ordenado por el preceptor religioso, formaba cuerpo detrás de la Virgen María o del Santo Sepulcro. La urna dorada con luz propia iluminaba el cuerpo yacente de Jesús, el hermoso ser divino y humano que nos legó tanta doctrina de amor.

En el cortejo, colegiales, universitarios y uniformados de nuestro ejército hacían guardia, cargaban el pesado féretro por calles de balcones adornados de flores y cirios encendidos. Una banda musical entonaba tristes melodías fúnebres de don Teófilo Vargas; de cuando en cuando callaba, entonces surgían los Padres Nuestros y los Ave Marías con dulces cánticos. En la Plaza Mayor, formábamos coro lateral para observar a las autoridades católicas, militares, civiles, detrás del féretro, en orden procesional muy respetable. El ingreso de todo el cortejo por la puerta catedralicia instalaba las imágenes en el frontis. Más tarde el pueblo acompañaba a la Dolorosa en su patética Soledad. Monseñor Walter Rosales ordenaba los rezos y entre oraciones la música del memorable don Teófilo era cantada por el Coro de los Valles dirigido por el Maestro don Franklin Anaya Arze. Había fervor religioso. El día anterior asistía en familia a la Visita de los templos, a la puesta en escena de la Pasión y Muerte del Redentor, magnífica pieza teatral ejecutada por Eduardo Dabura y Julio Travesí.

Año 2013. Llegué a mayor, con una renovada concepción religiosa trato de aproximarme a la fe de antaño, siguiendo la Teología de la Liberación de Boff, Comblin, Iriarte, Betto, los grandes mensajeros de la doctrina religiosa de justicia social, humildad, fraternidad y amor. Hoy día la Iglesia comandada por el nuevo Francisco de Roma, continuador del de Asís, encomendado para reestructurar la iglesia y curarla de sus males. Viernes Santo. Paciente y presto a seguir la Procesión aguardaba en la avenida San Martín, decidido a incorporarme a detrás de la Dolorosa. Entonces, pasó la gran cruz catedralicia, la imagen de San Juan, llegó la Virgen, mas no la reconocí; la bella figura cubierta de manto oscuro tenía una corona dorada de artificial adorno perdiendo su carácter humano se tornó excesivamente celestial. Ella casi danzaba al son de una banda juvenil, del Colegio La Salle que interpretaba canciones religiosas al ritmo orureño de la Diablada, la música del Graduado, el cántico de ¡Oh Jesús Mío…! en ritmo de Morenada. Aún aguanté la penitencia quita-pasiones hasta la esquina de la Plaza Principal, me retiré, violenta el alma de neurosis. Luego, observé la continuación del cortejo. Horror de horrores, encapuchados multicolores precedían la Urna dorada. Detrás, los respetables y queridos religiosos, Monseñor Tito Solari, Miguel Manzanera y otros religiosos eran minimizados por la masa humana que no guardaba orden ni compostura. No encabezaba el Prefecto la asistencia civil. La Banda marcial y folklórica continuaba entonando marchas alegres con sonido de altos decibeles. ¿Qué había pasado? La intolerancia religiosa había suprimido la presencia militar que otorgaba ordenamiento, música y respeto al evento. La asistencia de autoridades civiles, judiciales, culturales de mi ciudad se había trocado por una fila marcial de irreverencia gracias al ritmo carnavalesco de la música colegial. No sentí la emoción de antaño, ningún estímulo de vibración afectiva como era tradicional en mi juventud dorada. En mi interioridad surgió la expresión alarmante: ¡Soy un dinosaurio en extinción! 

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