El Papa ha querido que la celebración tenga un especial significado en un momento de recorte de la fe católica como se pretende en algunos países, de ahí la importancia de ciertas reflexiones que se nos pueden estar olvidando afectados por el bombardeo que recibimos de los medios que nos quieren apartar de la idea de Dios. El texto:
Se celebra hoy la fiesta del Corpus et Sanguinis Christi, es decir, del Cuerpo y la Sangre del Cristo. Ese Cuerpo mesiánico lo forman los cristianos y, en un sentido más amplio y verdadero, todos los hombres y mujeres, es decir, la humanidad entera, pues en ella se ha encarnado el Cristo, es decir, el mismo Dios hecho hombre. Jesús mismo constituye y alimenta ese Cuerpo de la Iglesia (es decir, de la humanidad), ofreciendo para ello su vida, compartíendola con todos los que quieran, expresándola en el signo del pan y del vino, es decir, de la comida compartida. Que todos los hombres y muejeren coman y beban en amor, ésa es la verdad cristiana. Que los hombres y mujeres "compartan corporalamente" la vida (no en puro espíritu desencarnado), ésa es la verdad del Cristo, que sus amigos celeban cada domingo En ese contexto quiero ofrecer una breve teología de la Eucaristía , acudiendo otra vez a los temas de mi libro Fiesta del pan, fiesta del vino. Mesa común y Eucaristía (Verbo Divino, Estella 2005).
1. La Cena de Jesús. Contexto histórico.
Jesús no ha sido un profeta de ayunos, sino que ha sabido beber y ha bebido, compartiendo con los marginados de su pueblo, el pan y los peces, como han destacado los evangelios en los diversos relatos de las “multiplicaciones”, que debemos entender como comidas mesiánicas de Jesús, a cielo abierto, con todos los que vienen (cf Mc 6,30-44; (, 1-10 par). En ese fondo se sitúa mejor su manera de asumir la muerte. Sintiéndose amenazado, Jesús quiso beber con sus amigos el vino de fiesta final, compartiendo con ellos el pan de la vida. Así lo recuerda la liturgia cristiana, recreando lo que pudo ser (lo que fue en su verdad más honda) la última cena. Éstos son los datos básicos.
(a) Los defensores del sistema religioso y político han condenado a Jesús como socialmente peligroso. Los sanedritas pueden acusarle de blasfemo, diciendo que ha querido colocarse en el lugar más alto, como Dios para su pueblo (cf. Mc 14, 64); en realidad le han rechazado por a-social o antisocial: no encaja dentro del orden de su “templo” (cf. Mc 12, 10-11). Los romanos le condenan a muerte porque quiere hacerse Rey de los judíos (Mc 15, 12), ocupando así un lugar que estaba ya ocupado por el César, rey de Roma y portador de un “orden sagrado” sobre el mundo.
(b) Jesús ha muerto como representante mesiánico de Dios, c omo amigo de los pobres y de todos los hombres. Profundizando en esa experiencia, los cristianos han comprendido que la última razón de su condena no ha sido la dureza de aquellos sus jueces y verdugos, sino el modo de actuar del mismo Jesús. Su forma de vida, su proyecto de reino, le ha convertido en un hombre peligroso. Por portarse como se ha portado, por defender lo que ha defendido, ha tenido que estar dispuesto a morir. Ciertamente, le han matado. Pero ha sido él quien ha dado la vida, la ha puesto en manos de Dios Padre. Pues bien, precisamente allí donde los poderes de este mundo le condenan como hombre peligroso, quitándole la vida, se eleva Jesús en la mesa de la despedida y ofrece a los suyos el pan y vino de su reino. Este recuerdo está en el fondo del relato litúrgico de la fundación de la eucaristía, que sirve para interpretar el sentido de la muerte de Jesús y de su presencia en la comida de la comunidad: «Y estando ellos comiendo, Jesús tomó pan, pronunció la bendición, lo partió, se lo dio y dijo: Tomad, esto es mi cuerpo. Tomó luego un cáliz, pronunció la acción de gracias, se lo dio y bebieron todo de él. Y les dijo: Ésta es la sangre de mi alianza que se derrama por muchos» (Mc 14, 24).
2. La estirpe de Jesús.
Así aparece Jesús como iniciador de estirpe, fundador de la nueva familia de aquellos que comparten su cuerpo y su forma de vida (sangre). El judaísmo era en aquel tiempo un grupo de solidaridad de sangre (descendencia, vida) y de cuerpo (vinculado en torno al pan y la casa). Pues bien, el mismo Jesús que ha superado (ha roto) la estructura de familia antigua, fundada en el poder del los padres y de una genealogía clasista, fundamenta en su entrega la nueva familia de los hijos de Dios, vinculados en carne y sangre. Desde aquí queremos evocar los dos signos.
(a) Esto es mi cuerpo (sôma), simbolizado en el pan que se parte (entrega y comparte) a fin de que todos se vinculen en una misma vida y comunión, rotas las barreras que dividen a varones y mujeres, puros e impuros, enfermos y sanos, judíos y gentiles. Éste es el sacramento mesiánico, el descubrimiento y despliegue de la vida, que Jesús ofrece, no por nacimiento biológico, solidaridad personal, entrega mutua y palabra compartida.
(b) Es la sangre de mi alianza... Esta sangre que vincula con Jesús (desde Jesús) a todos los hombres no es la fuerza biológica de generación (como la que buscan en ese tiempo los judíos), no es una sacralización de los aspectos nacionales o raciales de la vida; tampoco es la sangre ritual de los sacrificios compartidos, la violencia de los animales muertos, pues Jesús transciende el carácter sacral de las religiones de violencia, que identifican la presencia de Dios con un ritual de sacrificios, sino aquella que se expande y crea vida por medio de la entrega de la propia vida. Así aparece Jesús, como padre/madre de nueva humanidad, creador de una estirpe universal de hermanos, vinculados desde el Padre.El cuerpo y la sangre de Jesús vinculan en alianza (comunión de solidaridad humana) a todos los que quieran asumir su proyecto, vivir su evangelio. Normalmente, los hombres transmiten su nombre y recuerdo a través de la generación física. Pues bien, Jesús transmite vida, crea familia, suscita la comunión de los hijos de Dios, entregando su propio ser, como verdadero padre/madre, hermano/compañero de la nueva humanidad. Así viene a presentarse como el hombre pleno, el ser humano, que engendra y sostiene la vida entregándose a sí mismo como principio de humanidad. Situadas así, en el principio y centro de la manifestación de Dios, las dos palabras clave (pan-cuerpo, sangre-alianza) evocan el principio generador y unificador de la realidad humana. No son las partes materiales de un cadáver, como a veces se ha pensado (el cuerpo lo sólido y la sangre lo líquido), sino la totalidad de la vida interpretada como fuente de existencia para todos los humanos.Para muchos judíos, el cuerpo o familia se fundaba en la solidaridad biológica (semen, sangre engendradora) y en la vinculación sacrificial de la sangre animal, vertida en nombre y para unión del pueblo. Pues bien, en contra de eso, la unidad y fuerza del pueblo de Jesús (judío radical) está en la experiencia del pan compartido y de la alianza de la sangre, ofrecida (derramada) por todos.
3. Los tres elementos de la eucaristía.
Conforme a esta experiencia de Jesús y de sus seguidores, la Iglesia cristiana se configura como vinculación concreta de personas que comen y beben, recordando a Jesús. Ciertamente, la Iglesia tiene otros rasgos (es comunidad de fe y de oración). Pero el más importante de ellos, el que define todos los restantes, es el que está vinculado a la comida. Los cristianos son iglesia porque comen juntos. En este contexto se sitúan las tres palabras fundamentales de la liturgia:
a. Eucaristía. Significa acción de gracias y esto es lo que proclama el celebrante principal en el momento más solemne del prefacio: situado ante el misterio de Dios, que aparece de forma generosa en los dones del pan y del vino, en nombre de todos los celebrantes, eleva la voz presentando ante Dios una fuerte acción de gracias, reasumiendo las palabras del Gloria: te alabamos, te bendecimos, te adoramos, te glorificamos, te damos gracias. Dios ha creado al hombre gratis, como madre generosa que regala a su hijo lo mejor que tiene y puede; no le debemos nada, pero es bello que le agradezcamos su regalo. Gratis nos ha regalado Dios la vida; nada puede ya exigirnos por ella. En contra de todas las teorías contractuales que imponen al humano el deber de agradecer a Dios sus dones (de servirle), la eucaristía muestra que no tenemos ninguna obligación de hacerlo. Gratuitamente nos ha dado Dios lo que somos; de igual manera podemos y debemos (si queremos) responderle, con el pan y vino de Jesús, haciendo que resuene en nuestra voz la voz de toda la creación. De esa forma, el Dios de la eucaristía se muestra Padre/Madre en el principio, centro y el fin de su camino. De esa forma, después de habernos dado lo que es y lo que tiene, queda frágil e indefenso en nuestras manos, esperando una respuesta de amor, sin poderla imponer, sin imponerse jamás sobre nosotros. De esa forma, siendo Padre/Padre y fundamento de Vida en nuestra vida, se vuelve Amigo, presencia enamorada (cf. Ap 21-22).
b. Memorial o recuerdo de Jesús (Anámnesis). Los diversos ritos recuerdan y actualizan un misterio anterior, algo que sucedió al principio de los tiempos (mito pagano) o en el momento histórico concreto de la fundación de un movimiento religioso (aquí en la Cena de Jesús, que se expresa en la Eucaristía). En ese sentido, la Eucaristía es recuerdo y presencia de la historia de Jesús, Hijo de Dios, el Hombre plenamente realizado (Hijo del humano). Por eso, al celebrarla los cristianos retornan a las raíces mesiánicas y aprenden el oficio gozoso de ser hombre y /o mujer, en el rito liberador y enamorado de darnos mutuamente el pan, compartir el cuerpo y regalarnos la vida (sangre) unos a otros, en camino de resurrección. Éste es el único oficio, la tarea gozosa y salvadora de la historia: aprender a ser (hacerse) humanos en plenitud, con el mismo Dios que por Jesús ha venido a convertirse en compañero de sus fieles, entregándoles su vida (cuerpo, sangre). Recordar significa repetir y actualizar, no por obligación, como si nada hubiera pasado desde entonces, sino en libertad creadora. La iglesia no puede limitarse a copiar lo que hizo Jesús, sino que ha de hacerse ella misma Jesús (=comunidad mesiánica), actualizando en la historia actual la fiesta mesiánica del pan compartido y la sangre entregada, en camino de resurrección.
3. Epíclesis o invocación del Espíritu Santo. Desde el origen de los tiempos llegan las grandes invocaciones, llamadas sacrales, dirigidas a los dioses o genios protectores de la vida. Pues bien, la Eucaristía es invocación dirigida al Espíritu de Dios, para que exprese y realice su obra, por Jesús, en esta misma historia. Reunidos en su nombre, los cristianos pueden invocarle confiados, sabiendo que su fuerza les alienta, que su vida les sostiene. Por dos veces, en el centro de la gran Oración Eucarística, los fieles invocan al Espíritu Santo: para que actúe sobre los dones ofrecidos (pan y vino), convirtiéndolos en cuerpo de Cristo; para que venga sobre los fieles, de forma que ellos mismos sean en su plenitud Cuerpo mesiánico y puedan mantenerse en unidad, dando la sangre (vida) unos por otros. De esa forma, la eucaristía aparece al fin en como aquello que ha sido siempre: la forma primordial de la oración humana; la misma vida concebida y realizada a modo de oración, ante los dones compartidos, en agradecimiento a Dios, en recuerdo de Jesús. De esa manera se supera la distancia que se había establecido entre Dios y los humanos. Sin dejar de ser divino, Dios se ha vuelto, por Jesús, la Vida de la vida humana, en el pan y vino de la fraternidad, en el camino de la sangre derramada en favor de los demás. Aquí se expresa Dios, aquí se manifiesta la verdad del ser humano, como eucaristía y resurrección en Cristo, por medio del Espíritu
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