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domingo, 8 de julio de 2007

Los niños son los predilectos en la Iglesia de Dios.
(De periodista Digital, suplemento religioso)
Jesucristo trae el reino de los humildes, no es un reino de ricos, ni de grandes y poderosos. Es una concepción distinta. En el reino de Dios, los parámetros son muy diferentes a los concebidos en este mundo de los hombres:
"El que se haga pequeño, como un niño, es el más grande en el reino de Dios" (Mt 18, 4).
Los últimos son los primeros. Por eso Jesucristo, que es el primero, se hizo el último, se hizo la nada, un nadie (Flp 2,7), para hacer algo -para hacer mucho- al que es nadie y pequeño. Y por eso, San Pablo se llamaba a sí mismo "el menor" (elajistos), "el más insignificante" (elajistoi) (Ef 3, 8) y San Francisco de Asís, el evangelio viviente, era "el mínimo", el padre de una comunidad de mínimos, que eligió la "minoría" como signo y distintivo de los frailes menores.
En el reino de Dios lo más importante es lo más pequeño, como el grano de mostaza, la semilla más pequeña que se hace luego el arbusto más grande (Mt 13,32), o como el poco de levadura que hace fermentar a toda la masa (Mt 13,33; 1 Cor 5,6; Gal 5,9), o como el pequeño timón que dirige una nave grande (Sant 3.4 5). Lo débil es enaltecido (Lc 1,52); y, en el cuerpo de Jesucristo, que es la Iglesia, "los miembros más débiles son los más necesarios" (I Cor 12,22); en la Tierra Prometida, Belén, un pueblo bien chico, es una de las principales ciudades de Judá (Mt 2, 6). El Dios de la Biblia, "es el Dios de los humildes, socorro de los oprimidos, protector de los débiles, defensor de los abandonados, salvador de los desesperanzados" (Jdt 9,11), "Levanta del polvo al indigente, saca al pobre del estiércol" (Sal 113, 7). Por eso, "cuanto más grande seas, más te has de bajar

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