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lunes, 7 de mayo de 2007

"...como Yo os he amado..."

Texto. Juan 13, 31-33a. 34-35

Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: "Ahora es glorificado el Hijo del
hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios
lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará. Hijos míos, me queda poco de
estar con vosotros.Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como
yo os he amado, amaos también entre vosotros. La señal por la que conocerán
todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros.
Jesús, mesías de amor.
Éste es quizá el rasgo fundamental de su vida, como ha destacado desde la psicología A. Vázquez: «Jesús aparece como un hombre atrayente para quienes le escuchan y se abren a su mensaje, creyéndole como a un auténtico testigo de Dios que tiene derecho a ser creído y amado. Esto último nos extrañó encontrarlo ya en el testimonio extra-evangélico de Flavio Josefo: “los que le habían dado su afecto al principio no dejaron de armarlo”. Y Pablo añade algo que nunca habíamos leído: «Me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2, 20).Desde ese fondo, A. Vázquez añade que la mejor categoría para entender a Jesús es la paradoja: «En realidad, la religiosidad de Jesús tiene un estilo peculiar, único y, en cierto modo, desconcertante, para dar cuenta de la cual sólo esa figura retórica, llamada paradoja, utilizada a múltiples niveles, es capaz de balbucear». Desde ese fondo queremos destacar algunos de los rasgos paradójicos del amor de Jesús:
1. Amor que se recibe, amor que regala.
Jesús ama recibiendo la vida que le ofrecen los hombres (especialmente sus padres). El mismo Verbo de Dios, que según la tradición cristiana habita en un misterio trascendente, emerge a la existencia humana en un contexto de amor y de familia, de historia, de esperanza y de proyecto de los hombres: participa de su carne y de su sangre, de su llanto y de su misma realidad rota y quebrada. Por eso se emociona con los niños (Me 9, 36), llora con las viudas (Lc 7, 13), acoge a las mujeres con ternura (Lc 8, 1 s), saborea la amistad de los amigos (Lc 22, 15 s). De esa forma convierte Jesús el amor recibido en fuente amor activo: quien mucho ha recibido mucho ha de entregar. Así se muestra de manera radical en su vida: ofrece a manos llenas lo que tiene, lo que sabe, lo que puede. Lo realiza de una forma total, sin egoísmos. Y al hacerlo así emerge el milagro: el mismo amor de Dios se hace presente por el don de amor de Jesucristo. Va expandiendo curación donde hay dolor, esperanza donde anida el desencanto, alegría en la tristeza, exigencia donde sólo existe miedo de entregarse, consuelo y vida abierta donde habita la impotencia. En esa línea, más allá de aceptar y el entregarse, más allá de encarnación y donación, va emergiendo el gran misterio: la comunión o vida como encuentro. Jesús afirma en Jn 11, 50 s que ha venido a la tierra con el fin de «reunir a los dispersos de Israel» y suscitar entre los hombres la familia nueva de los santos. Su paso va creando nuevo hogar, como existencia compartida, una gran fraternidad de hombres libres que viven el misterio del amor y la esperanza, caminando juntos en búsqueda y misterio (cf. Mc 3, 31 ss). Así puede anunciar con voz solemne el año del encuentro universal: la reconcilia¬ción y fraternidad, el don del reino (cf. Lc 4, 18 ss). Por eso, el signo de Jesús es el hogar de comunión de unos amigos, una nueva familia de hombres libres que se expande y va creciendo, fraternidad en la que todos tienen sitio, asumidos, respetados, potenciados en un gran banquete donde libremente participan, en la boda de la fiesta y alegría del Dios que es comunión y engendra comunión entre los hombres. (Este delicado texto aparece en Periodista Digital. Suplemento religioso)

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