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domingo, 21 de marzo de 2010

resulta patético. Benedicto XVI se arrodilló ante el mundo y confesando el pecado de los sacerdotes que ofendieron a los niños de todos los tiempos. se pide el perdón de Dios

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Un mea culpa planetario. El anciano Papa Ratzinger se puso de rodillas en el reclinatorio de los medios y se dispuso a confesarse. Por vez primera en la historia, el Papa no se sentaba en el confesionario. De rodillas, revestido de saco y cenizas (para eso estamos en Cuaresma), Benedicto XVI se dispuso a hacer una “confesión general”. Cargado con las culpas de toda la Iglesia católica. Que son muchas, como muchos son sus frutos.
Y su confesión la plasmó en una carta. Siguiendo, casi a pié juntillas, los pasos que el catecismo recomienda para hacer una buena confesión: examen de conciencia, dolor de los pecados, propósito de la enmienda, decir los pecados al confesor y cumplir la penitencia.
El Papa teólogo comenzó por un profundo examen de conciencia de la lacra de los abusos del clero. De sus causas, de sus consecuencias, de su impacto y hasta de su intrínseca maldad. Un examen de conciencia que no se deja nada en el tintero y que aborda, sin medias verdades ni ambages, este cáncer que corroe las entrañas de la Iglesia católica.
Y el examen de conciencia ante Dios y ante la Humanidad lleva al Papa al dolor de los pecados. “Escandalizado y herido, como vosotros, por lo que ha ocurrido en nuestra querida Iglesia”. El dolor de siglos de las víctimas más inocentes. De los niños confiados al cuidado de los obreros de la viña del Señor. El dolor de la máxima traición, de la confianza pisoteada. Ya lo de menos es la traición al voto de castidad, que no es nada comparado con la infame conculcación de los derechos, de la dignidad de la persona humana y de la vida moral de las criaturas de Dios. Y ese dolor traspasa el corazón del Papa y casi lo aplasta. Sólo lo consuela la misericordia divina y la esperanza del perdón.
Un perdón que el Papa pide, suplica. De rodillas, ante el mundo. Con suma humildad. Despojado de los oropeles del poder y de la autoridad moral del Vicario de Cristo. Porque el Papa teólogo es consciente de lo que está en juego, de que lo que se está jugando la Iglesia católica es su credibilidad social y su autoridad moral. Las únicas armas que tiene. Esas son sus divisiones, por las que preguntaba Stalin.
El perdón, si es sincero, lleva implícito el propósito de la enmienda. Y aquí es donde el Papa se siente más débil. Porque la enmienda ya no depende sólo de él, sino de los 400.000 curas y religiosos del mundo. Eso sí, el Papa se compromete a poner todo su poder, su influencia y sus dotes de mando al servicio de la enmienda eclesial. Sobre todo, excomulgando los mecanismos internos de silencio y encubrimiento con los que la institución funcionó durante siglos.
Para poner coto a esos mecanismos infernales, el Papa impone a la Iglesia una penitenciadura. Con medidas claras y concretas. Medidas sin precedentes, como la de poner a toda una nación en estado de misión o someter a muchas de las diócesis irlandesas a una “visita apostólica”, es decir a una inspección en profundidad. O llamar la atención públicamente a curas y obispos. Y, por supuesto, la exigencia de reparar los daños causados (incluso económicamente) y de que los culpables paguen ante Dios y ante los tribunales de Justicia civiles. Porque el único freno para muchos de estos monstruos disfrazados de servidores del altar puede ser la amenaza de un procedimiento judicial civil que les castigue a pudrirse en una cárcel. Nada de contemplaciones, ni de cambios de parroquia ni de mandarlos a misiones. Que se las tengan que ver con la Justicia civil primero y, después, si aún les queda algo de conciencia, con la de Dios.
Medidas también ad intra de la institución, como seleccionar mejor a los aspirantes a curas, incluso en época de desierto vocacional. La puerta de los consagrados tiene que seguir siendo estrecha.
Terminada su confesión, el Papa llora por dentro. Ya sólo le queda esperar a que el mundo le conceda la absolución y comprenda que la Iglesia es “santa y prostituta”. En ella se encuentra lo mejor y lo peor en grado máximo. Pendiente de la absolución del mundo, porque el Papa sabe que la Iglesia siempre contará con la protección y la misericordia de Dios hasta la consumación de los siglos.
José Manuel Vidal

1 comentario:

  1. Definitivamente siento vergüenza ajena. No es el primer Papa que pide perdón por los excesos de la Iglesia (ya Juan Pablo II lo hizo por las masacres de la Santa Inquisición.

    La pregunta es ¿quién les cree a estos infames? ¿Por qué no reciben el gran peso de la ley mundial o sanciones ejemplares de parte de la ONU, o el FMI para que siente un precedente de que existe un precedente de justicia en la tierra?

    ¿Y qué hay de todas las víctimas de la Iglesia? ¿No va la reparación civil en estos casos?

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