La perplejidad es un estado de confusión e incertidumbre ocasionada por la concurrencia de alguna situación en particular. Al presentarse, uno queda conmocionado ante un hecho o acontecimiento singular y generalmente no reacciona de la manera y forma acostumbrada precisamente por el impacto del agente que pudo haber dado curso a ese estado. Pues bien, perplejos seguramente hemos quedado todos en más de una oportunidad y en circunstancias diversas, de ahí que con matices y tonos variables, tal estado trae consigo momentos amargos y difíciles. Presumo entonces que amargura habrán sentido los miembros de la CEB al haber tomado conocimiento de una serie de hechos que los llevaron a deplorar los casos de corrupción y extorsión que se van destapando de forma progresiva en el país.
Evidentemente, razones existen para que no sólo la cúpula de la Iglesia quede perpleja, sino también, el ciudadano de a pie que diariamente se encuentra ante un cúmulo de noticias –particularmente vinculadas al caso terrorismo– que van mostrando la forma como –aparentemente– se fue urdiendo una tramoya en procura de obtener rédito político y de encausar, inculpar y encarcelar a gente inocente.
Lo cuestionable ha sido, frente a la preocupación exteriorizada por la Iglesia, la forma como ha reaccionado el Gobierno a través de la titular de Comunicación. La dama, con ligereza pasmosa, cuestionó el pronunciamiento de la Curia, preguntándose por qué ésta no se sintió perpleja cuando remataban las empresas del país o cuando Gobiernos anteriores gastaban el dinero de los bolivianos y de las arcas del Estado en maletas. La réplica acreditó la posición oficial de la Iglesia en administraciones pasadas y ante coyunturas diversas.
En todo caso, más allá de lo que haya podido acontecer y del uso de una retórica que sigue la lógica de posicionar frases e ideas en el colectivo ciudadano como verdades inmutables, –muy a lo Goebbles– la reacción oficialista por el contenido de la misma nos mostró un intento de desviar la atención de temas urticantes y evitar su tratamiento, a fin de gestar otro tipo de escenarios donde no exista desgaste ni descrédito.
Poco nos importa ahora lo que pudo haber dicho o no la Iglesia en el pasado, pues será la historia la que juzgue sus actos. Hoy importa cómo reacciona frente a acontecimientos del presente por su directa incidencia en la moral, la ética y la legalidad. De lo que se trata entonces es de establecer si los actores del quehacer nacional buscan el esclarecimiento de hechos controvertidos de manera impoluta, o si por el contrario, lo que pretenden es negar una verdad que aflora a borbotones y que clama ser transparentada y untada con un baño de legalidad con fiscales que no tengan el comportamiento ruin de Soza.
Insisto que la estrategia y el modus operandi –utilizado en el pasado como estratagema por el régimen estalinista– de adoptar el ataque como respuesta a una denuncia o preocupación hecha pública, ya no cala ni pega.
Celebro por tanto, el estado de perplejidad de la Curia, que en el pasado –particularmente en Cochabamba– era muy dada a apoyar manifestaciones públicas abiertamente contrarias al orden constitucional. Celebro también que la Iglesia en Venezuela haya calificado al Gobierno de Maduro como totalitario, abriendo la puerta para que los ojos del mundo fijen su mirada en ese país. Y es que en tanto la Iglesia sea clara y firme a la hora del análisis y diagnóstico, cualquier crítica en su contra no hará otra cosa que ratificar que se está por el camino correcto.
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