Mucho hablamos de futuro y, sin embargo, apenas adquirimos compromiso colectivo alguno mostrando, en ocasiones, una insolidaridad manifiesta a través de los mismos poderes públicos, provocando humillación y menoscabo en el propio ser humano.
Precisamente, en estos días el mundo cristiano celebra la Natividad del Señor, la cita con Dios que toma vida humana en la pobreza de la gruta de Belén. Verdadera luz, o si quieren verdadera enseñanza de humildad, que debe hacernos cuando menos recapacitar para poder bajarnos de la soberbia, del orgullo, de la vanidad...; de tantas riadas de altivez en definitiva, que entre todos hemos provocado.
Ojalá reencontráramos esa fiesta, no de gente selecta, sino de espíritu humano fraternizado. Entonces sí que sería la verdadera reconciliación, la efectiva fiesta de la paz, el auténtico festín de la luz en comunión con los demás, en vivencia y en convivencia con todos. Esto sí que sería un genuino poder armónico, en el que los extraños dejen de temer ser rehusados, en el que las lágrimas reflejen alegría y no desconsuelo, en el que las sonrisas sean un gesto de esperanza para todos, sin ninguna discriminación. Un germen que hemos de empezar a buscar con respeto y gratitud al semejante, con la llaneza necesaria de sentirnos todos servidores de un espacio que es de todos y de nadie en particular.
El nacimiento de Jesús nos trajo la franqueza y el candor, la confianza envuelta por el amor. Con ella vino, la paz, herencia de este sosiego del Niño, vinculada a la dependencia amorosa y filial de sus progenitores, que en la gruta de Belén toma aliento social, como soplo reconstituyente que despeja nuestra falta de oxígeno. Desde luego, será en la medida en que nos sintamos pertenecer a una única familia, como frenaremos el instinto de dominar a los demás, causa de las muchas contrariedades y contiendas sembradas. Sin duda, el intercambio de augurios navideños entre nosotros es ante todo un propósito de acción, de buenos deseos para conversar familiarmente todos con todos. Por consiguiente, esta evocación de anuncio de la Navidad, en todo caso es una bella sinfonía de creación y recreación a la sencillez, mediante la autenticidad de un obrar compartiendo, dejándose impregnar de la bondad más sublime, justo en el momento de nacer, o sea de comenzar el camino, de vivir que significa recorrer, cada día, cada momento, un tramo de experiencias que nos unen como familia.
Dios estará siempre conduciéndonos nuestra historia, pero sin grandes pedestales, sin promesas que no son, pues es en el silencio y en la oscuridad de la noche, cuando la luz se hizo poema y poema de esperanza. Que se lo digan a la multitud de migrantes, buscadores de los mejores versos de paz, vestidos con sueños saltan todas las barreras, alguno no encuentra cobijo que llevarse a los labios como caricia, a pesar de que cada uno de ellos tiene un nombre, una historia detrás y una ilusión en busca de mejores oportunidades y de una mayor protección.
En esta Navidad, como en otras Navidades nuestros corazones andan preocupados e inquietos por la persistencia de atmósferas injustas, que nos impiden amasar la verdad. Sin embargo, confesaré que me llenó de alegría que, cuando se aprobó la histórica Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible, todos los dirigentes del planeta, hubiesen expresado su determinación de buscar la prosperidad y el progreso compartidos en un espíritu de solidaridad mundial. El mismo Acuerdo de París sobre el cambio climático ha constituido, a mi manera de ver, otro hito importante para nuestros pueblos. Estos logros, verdaderamente tranquilizadores, fueron impulsados por dos objetivos complementarios: no dejar a nadie atrás y construir una vida digna para todos.
El autor es escritor.
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