No se debe olvidar que son los símbolos los que, para bien y para mal, han dado y siguen dando tanto poder a las creencias religiosas
Aunque opacada por la abundancia de malas noticias que a diario dan cuenta de los muchos focos de conflicto, violencia e intolerancia que mantienen a gran parte de la población mundial sumida en un estado de permanente zozobra, no ha pasado inadvertida la visita del papa Francisco a Jerusalén.
Es que, más allá de los criterios que suelen imponerse a la hora de valorar los acontecimientos, las pocas horas que Francisco pasó en esa región y, particularmente, en Jerusalén –un suelo que para las tres religiones monoteístas es “Tierra Santa”– estuvieron cargadas de un simbolismo cuya importancia trasciende, y con mucho, la que le da su contenido estrictamente religioso.
Para tener una cabal idea del significado del encuentro ante el Muro de los Lamentos del papa Francisco, el rabino judío Abraham Skorka y el líder religioso musulmán Ombar Abboud, basta recordar que las discrepancias teológicas, políticas y económicas entre las tres religiones han sido el telón de fondo de las mayores matanzas de los últimos siglos e incluso milenios. Aún hoy, no hay guerra en todo el Medio Oriente que de un modo u otro no esté relacionada con los odios que se fueron acumulando a través del tiempo.
Ha sido tanta la influencia que la Biblia, el Talmud y el Corán han ejercido a lo largo sobre judíos, cristianos y musulmanes, que sin ese factor religioso resulta imposible comprender la historia de gran parte de la humanidad. Y como esa influencia, para bien y para mal, sigue siendo enorme, resulta por consiguiente también imposible prescindir de ese factor si lo que se quiere es evitar que la historia se repita durante los años venideros sólo que con medios bélicos mucho más letales.
Muy conscientes de eso, Francisco, Skorka y Abboud han tenido la audacia de desafiar a los sectores más conservadores, intransigentes e influyentes de sus respectivas religiones en un gesto que por lo provocador que es no puede pasar desapercibido. No debe haber sido nada fácil para los tres líderes pasar por encima de siglos de distanciamientos y resentimientos, pero sobre todo de las corrientes adversas a ese tipo de expresiones de tolerancia que desgraciadamente son todavía demasiado fuertes tanto entre judíos como cristianos y musulmanes.
Si a los factores teológicos e históricos se suman los múltiples intereses políticos, económicos y militares que actualmente están en juego, y que se yerguen como los principales obstáculos para que la paz se imponga tras siglos de violencia, se multiplica el valor de una iniciativa que, aunque no sea más que en el plano simbólico, sienta las bases de un acercamiento entre las tres religiones monoteístas y los pueblos que las siguen. No en vano el papa Francisco ha reiterado en este viaje que la “paz no se puede comprar, no se vende. La paz es un don que hemos de buscar con paciencia y construir ‘artesanalmente’ mediante pequeños y grandes gestos en nuestra vida cotidiana”.
Es probable que si se compara el valor intangible de los símbolos y las palabras con la contundencia objetiva de las armas y la guerra, resulte difícil alentar muchas esperanzas en gestos como el “abrazo de las tres religiones”. Sin embargo, no se debe olvidar que son precisamente los símbolos los que para bien y para mal, siglo tras siglo, han dado y siguen dando tanto poder a las creencias religiosas.
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