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domingo, 24 de enero de 2016

Winston Estremadoiro se refiere al portento de las misiones jesuíticas que aún hoy dia, 400 anos después de haber sido fundadas por religiosos de la orden de Ignacio de Loyola provocan admiración y contento.

El Territorio Indígena y Parque Nacional “Isiboro-Sécure” (Tipnis) es un ubérrimo medio ambiente de flora y fauna donde coexistirían indígenas chimanes, yuquis y mojeños, muchos de ellos restos de civilizaciones sin crónica que resurgieran en época dorada en que los jesuitas les juntaran alrededor de la música barroca, el tallado de madera y el culto a Dios en la selva. Desde entonces, quizá deambulan en busca de la Tierra sin Mal, acosados por un gobierno etnocentrista que cree haber “progreso” en hacerles dependientes de motores a gasolina y antenas de televisión. Opino que San Ignacio de Moxos está signado a morir en su forma actual, envenenada por ser terminal en el tira y afloja de la carretera sobrevaluada y asesina del Tipnis, codiciado por los cocaleros para expandir cultivos de coca. 
Disfrutábamos de San Ignacio de Velasco, pueblo limpio de gentes sonrientes, casas pintaditas y adornadas, puerta trancada solo en la mitad de abajo y amplios corredores de horcones que protegen del sol y la lluvia, cuando se nos brindó otra sorprendente dimensión. Íbamos camino a la tienda El Corralón a reclamar el ticket de la rifa de un caballo con montura y todo, equino que depositó un verde y fragante óbolo en una acera vecina, algo que reclamó un semidesnudo dueño de casa. Bueno, la rifa fue pospuesta por exceso de concurrencia, lo que nos salvó de tener un cuadrúpedo pastando y defecando en el jardín. 
Al pasar una casa nos sedujeron los arpegios de un solo de violín. Entramos en el salón donde se originaba, y nos “colamos” a un concierto en honor de una catedrática de la Universidad Federal de Santa Catarina, Brasil, hermana del director de la Casa de la Cultura. Una niña de pié tocaba su violín, rodeada de un ensamble de violines, violas y cellos ejecutados por niños y adolescentes de una orquesta de música barroca misional del pueblo. No hay palabras para expresar la emoción de ver y oír a jóvenes lugareños ejecutando obras sinfónicas con maestría empeñosa. 
Por eso creo que la utopía jesuítica continúa en la Chiquitania cruceña, al menos en San Ignacio de Velasco. No todo fue vino de guapomó, fruta tropical entre uva y ciruela. Recordarán el filme “La Misión” y la impresionante caída de un crucificado por una catarata. Fue el cadáver del jesuita José de Arce y Rojas, fundador de las misiones en la tierra de los Chiquitos. Todo empezó en 1691. Arce y Rojas, director del Colegio Jesuítico de Tarija, fue encomendado por el superior provincial con base en Asunción a realizar misión entre los Ava, despectivamente llamados chiriguanos. Ver la venta de 300 esclavos chiquitanos en Santa Cruz de la Sierra lo indujo a realizar su labor en Chiquitos, entonces parte de la provincia jesuítica de Perú. El entrevero entre Lima y Asunción casi le cuesta la excomunión.
Se preguntarán por qué los nombres de las localidades honran santos católicos: San esto, San lo otro. La respuesta está en los misioneros jesuitas, que llegaron al Nuevo Mundo en 1568. Poco más de un siglo después estaban en las provincias de Moxos y Chiquitos. En 1831, Alcides D’Orbigny mencionó la misión de San Julián, donde el río San Miguel, “de 50 metros de ancho pero encajonado y profundo”, hace “practicable la navegación desde el Amazonas hasta allí...” Los jesuitas fundaron una docena de misiones chiquitanas en ese inmenso territorio, centrando su hegemonía no tanto en la cruz o la espada, sino en el culto cristiano, la música, el tallado de madera y la laboriosidad. 
Hoy San Ignacio de Velasco es el municipio de mayor crecimiento, quizá en desmedro de otras Misiones con mayores méritos. Opino que debería seguir honrando al país de los chiquitos en vez de renombrarle por uno de esos caudillos bárbaros de los que está plagada nuestra historia. Los españoles erraron al llamarlos “chiquitos”, sin imaginar que las diminutas puertas de sus viviendas tenían el ecológico propósito de preservar frescura en un ambiente tórrido. Es gente diligente, que con ayuda foránea sin asquitos jingoístas ha logrado un destacado sitial en el turismo mundial, como patrimonio cultural de la humanidad. Los chiquitanos son de buen porte, y si la canción paraguaya “Anahí” ensalza a “la indiecita fea del amor tan dulce como el aguaí”, en las chiquitanas el garbo y lo agraciado de sus rostros desdicen tal opinión, así yo no supiera del dulzor de sus amores. 
Toda esta información está en el libro “Soñar para vivir” de Ricardo E. Ortiz Gutiérrez, un recuento de pasajes de la vida de esta admirable persona. No he leído su colección de cuentos para niños, aunque con mi nieto trataré de replicar la toma y daca de su inspirada imaginación entre cuentista y oyente en la ocurrente narración de “El elefante”.    
¡Qué caray!, la politiquera doctrina del “buen vivir” no requería sustento aymara para cumplirse en la Chiquitania, o por lo menos en San Ignacio de Velasco. Hoy en día, allí continúa la utopía jesuítica de indígenas reunidos por la música barroca, el tallado de la madera y el culto a Dios en catedrales faraónicas. No sé cómo, pero yo instituiría un premio anual a los héroes anónimos que callados y sin apego a los laureles ejercen algún loable apostolado en nuestros pueblos y aldeas. Seguro candidato sería Ricardo E. Ortiz Gutiérrez.

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