El futuro de la Iglesia Católica era, y aún es, de pronóstico reservado. La crisis que afronta la institución se agudizó dramáticamente con los espantosos casos de pederastia revelados en los últimos años y con los serios cuestionamientos al manejo de las finanzas vaticanas.
Es la punta de un iceberg que tiene cantidad de ingredientes, que van desde la reducción drástica de vocaciones sacerdotales hasta la caída en picada de fieles católicos que, como un río sin dique, se pasan a las filas del cristianismo evangélico.
Benedicto XVI tuvo la lucidez de darse cuenta de que por muchas razones no estaba en condiciones de enfrentar el tamaño del reto, y renunció al papado en un acto de la mayor valentía, pero su apuesta era incierta. Todo dependía de en quien recayera la sucesión. Las previsiones se inclinaban por la continuidad de una línea conservadora, hasta que el mundo conoció un ignoto As bajo la manga.
El nuevo Papa tenía de entrada tres características que marcaron un cambio significativo; es jesuita, el primero de la historia; es latinoamericano, el primero de la historia y decidió llamarse Francisco, el primero de la historia.
En menos de 48 horas sentó diferencias. Fondo y forma son, en un mundo en el que la avalancha mediática manda, igual de importantes.
Francisco echó por la borda la tradición, los ritos de emperador coronado, el oro y las piedras preciosas, los zapatos de fina piel, el papamóvil blindado, la residencia pontificia, las comidas especiales... Sólo eso llamó poderosamente la atención a todos.
Pronto comenzaron los cambios de fondo. La modificación de los códigos del Estado Vaticano en el ámbito penal, la creación de una comisión que investigara las finanzas de la Iglesia, el endurecimiento con los prelados acusados de proteger la pederastia de muchos clérigos, y un discurso de guerra frontal contra los antivalores de un mundo ahogado en la confusión y el relativismo generalizado.
Su llegada a Brasil hizo el click mágico con los jóvenes. Aún los agnósticos y los ateos reconocen en Francisco un carisma especial. Les cae bien porque tiene buena onda, porque se bajó del pedestal, pero por encima de todo porque hace lo que dice.
Juan Pablo II generó una empatía de otra naturaleza. Era un Papa que representaba poder, el inmenso poder de los oropeles vaticanos y de una Iglesia jerarquizada y autoritaria. Su fuerza era su carisma personal intrínseco, con un magnetismo incuestionable e intransferible.
Francisco no es un personaje mediático en ese sentido, lo es por los valores que representa, lo es por razones antagónicas a Juan Pablo.
No es un icono telegénico, sino el ser humano al que puedes abrazar y que es como tú quisieras ser y crees que puedes ser, no como alguien que admiras pero que sabes que nunca podrás llegar a ser.
Francisco recupera el mensaje de una Iglesia conectada con los antiguos cristianos, con el santo de Asís, aquel casi panteísta que creía que Dios estaba plenamente conectado con la naturaleza. Imposible encontrar un mensaje más vigente hoy. Pobre no por la celebración de la pobreza, sino por la solidaridad con el otro. Francisco recupera el mensaje más importante del Nuevo Testamento: “Todo aquello que hagas a tu prójimo me lo estarás haciendo a mí”, dijo Jesús. Sólo eso vale los cuatro evangelios.
¿Y la teología de la Liberación? Al gurú sobreviviente de la doctrina, Leonardo Boff, le gustaría la reivindicación de un pensamiento católico nacido en la convulsa América Latina de los años 70. Francisco recupera de ella lo esencial, no ya lo que hoy es adjetivo. La opción preferencial por los pobres, la doctrina social, la imbricación entre Iglesia y realidad, sí. El cristianismo revolucionario, la mirada obnubilada que quiso ver la imagen de Cristo próxima al Che y cercana al marxismo, no.
Francisco, a sus 76 años, es un papa del Siglo XXI. Sólo le falta un tatuaje en el brazo para terminar de enamorar a los jóvenes. La Iglesia ha encontrado una oportunidad y él parece dispuesto a aprovecharla a plenitud.
Pero no nos engañemos, no la tiene fácil. Las estructuras internas de poder suelen ser implacables. El inmovilismo es siempre una tentación porque aparenta ser la roca que le ha dado vigencia al catolicismo durante casi 2 mil años. Hay muchos callos que pisar y eso genera reacciones peligrosas. Hay, finalmente, cambios revolucionarios que hacer sin los cuales el futuro de la Iglesia es negro. Fin del celibato obligatorio, un rol protagónico de las mujeres en el sacerdocio, una actitud más flexible con relación a la sexualidad y una estructura institucional más abierta.
Francisco está haciendo brecha y parece dispuesto a terminarla sin temores. Pero su horizonte biológico es limitado. Si su salud lo acompaña tiene quizás una década por delante. Su antecesor ha marcado jurisprudencia, podría tener que dejar el papado si sus condiciones físicas o mentales así lo exigen. La clave está en que deje marcados lo más rápido posible, como hizo Juan XXIII, cambios que sean irreversibles.
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