Si los revolucionarios franceses decapitaron las imágenes religiosas y entronizaron en su lugar a la “diosa razón”, que era una versión maquillada de Minerva, los “jacobinos” bolivianos eluden la religión tradicional del país, el catolicismo, e, igual que sus antecesores galos, inventan una nueva religión, pero con la materia prima del paganismo. En ambos casos, los cultos ancestrales resultan útiles porque no forman parte de la mentalidad del anciane regime y entonces, al desarrollarse, contribuyen a la destrucción de éste; también porque son formas vacías, sin un contenido muy preciso, y por tanto pueden adaptarse a las necesidades políticas del momento.
Las reminiscencias ambiguas que se tiene de estas religiones, además, se desprenden del tipo político de las sociedades que las profesaron, que eran, como sabemos, sociedades imperiales. En concreto: con ellas se hereda el culto a la personalidad. El gobernante antiguo imitaba el dominio de los dioses y dominaba él mismo porque era divino. Apelar a la fe antigua es remover al mismo tiempo este trasfondo político; así como los romanos pasaron de Júpiter a Augusto, la “diosa razón” terminó su corta vida en brazos de Napoleón (que se coronó a sí mismo). De igual manera, no resulta fácil separar la creencia en los “apus”, los dioses tutelares andinos, de la veneración –mezcla de amor y de miedo-- del Inca.
Entonces, el acto de elevación de Evo Morales a la condición de “líder espiritual” del país, realizado en las ruinas de Tiwanaku, el 21 de enero, no fue políticamente inocente. La inmolación de animales, los sahumerios y las invocaciones astronómicas son un fenómeno cultural, de recordación de los viejos gestos de la comunidad, pero no carecen de una dimensión política. Recuérdese la afirmación del vicepresidente García Linera, dicha en el mismo sitio, pero en enero de 2005, de que Evo es el “primer indígena en el poder desde Atahuallpa” (es decir, el Inca redivivo). Recuérdese que el “Jacha Uru”, el tiempo nuevo que los indianistas creen que inicia Evo, es para todas las tradiciones el momento del regreso del Inca. Los rituales indígenas del 21 de enero jugaron con esta asociación, hicieron esta sugerencia.
Evo aparece así como un gobernante y una efigie: reúne en sí la dimensión mística y la dimensión laica del poder. O, dicho de otro modo, constituye, como soñaban los teólogos medievales, la unidad del poder temporal y el extramundano. Es el presidente y el “líder espiritual” del país. Por tanto, puede castigar, pero también excomulgar, como acaban de darse cuenta los miembros del MSM, un partido aliado al MAS que ha quedado confinado al purgatorio por el pecado de presentar sus propias candidaturas a las elecciones municipales de abril. Por decreto presidencial/papal…
El culto a la personalidad del caudillo providencial (es decir, guiado por la Providencia, por Dios) es un rasgo inconfundible de la cultura política boliviana (y latinoamericana). Un delirio simétrico y proporcional a la desconfianza que sentimos por las instituciones y los procesos progresivos y esforzados que constituyen el “orden” (y el orden no excluye el cambio, con tal de que sea regulado). Pues bien, aquí el orden se abomina, mientras que se adora la autoridad. Es decir, el poder concentrado en unos hombres que por él se vuelven capaces de hacer milagros. Pues lo que los bolivianos/latinoamericanos deseamos más que nada es un milagro que nos saque de golpe, rápidamente, de nuestra postración económica e internacional. (Véase por ejemplo el pedido de algunos haitianos para que Estados Unidos “reconstruya” no solamente las ciudades devastadas por el terremoto, sino también la sociedad haitiana misma. El milagro, esta vez, made in USA).
Lo particular del caso boliviano (y venezolano y ecuatoriano) está en que el tradicional culto a la personalidad ha sido elevado al nivel superior del despotismo. Para eso las neo-religiones han trabajado primero, y mucho, en la anulación de la mentalidad liberal y su núcleo de autonomía individual. Una vez que este valor fue desprestigiado y arrinconado, quedó despejado el terreno para que unos (y Uno) definan lo que todos deben pensar (que esto es justamente lo que quiere decir despotismo).
Ahora bien, la práctica despótica es desagradable para muchos y políticamente peligrosa (la mentalidad liberal no logra erradicarse del todo, pese a todo, en nuestro tiempo); de ahí que requiera legitimarse por medios simbólicos y, en última instancia, metafísicos. Así es como las neo-religiones políticas se vuelven necesarias: éstas entran en juego para cimentar el despotismo en una base sólida, esto es, las ilusiones y las pasiones populares.
Durante la Guerra Fría veíamos a los sumos sacerdotes de estos cultos de masas oficiándolos, por ejemplo, los 1 de mayo, en enormes plazas “de la revolución”, en “misas” multitudinarias que invariablemente terminaban invocando a la muerte (“Victoria o muerte”). El rito, también en este caso, se usaba como una conjura de la muerte.
En estos sacramentos había un sacrificio (la inmolación del enemigo), un altar, un “líder espiritual” que oficiaba como “pontífice”, es decir, que se comunicaba con la divinidad y participaba de sus atributos. Fidel Castro, por ejemplo, no ha dejado de ser el “Comandante espiritual” de la revolución cubana. Y también había un santoral: Lenin, Stalin, Mao, Lubumba, Ho Chi Ming, Guevara, quienes mostraban el camino desde el más allá.
Algunas de estas cosas se mantienen en las revoluciones latinoamericanas actuales, pero más en Venezuela que en Bolivia. Aquí la fuerza de las culturas originarias y la orientación casi exclusivamente nacionalista del proceso han permitido una renovación completa del ritual. Sin embargo, el mecanismo es el mismo. Se trata de acto de “transferencia” de las expectativas populares al “líder”, que así queda ungido, que se carga de una energía sobrenatural. Se trata de una catarsis y al mismo tiempo de una entrega, de una delegación del poder, el cual es absorbido por el Jefe. Se trata, en suma, de un mecanismo de alienación. El mismo que, de joven, denunciaría quien, ya adulto, se transformaría paradójicamente en el principal neo-teólogo de la historia: Carlos Marx. Fue él quien dijo, claro, que “la religión es el opio del pueblo”.