El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?. Una cosa pido al Señor, eso buscaré: habitar en la casa del Señor por los días de mi vida; gozar de la dulzura del Señor, contemplando su templo
Espero gozar de la dicha del Señor en el país de la vida. Espera en el Señor, sé valiente, ten ánimo, espera en el Señor.
Ofrezco a los lectores este Salmo para comenzar la jornada y para proseguirla en su recitación serena y continua. Hoy lo escucharemos en las Lecturas del día del Señor. Y viene bien aprender de memoria cada uno de sus versos. Grabar a fuego sus palabras muy dentro de nosotros, porque en tiempos de tribulación es necesario retomarlos para sentir que los pilares que nos sostienen son los del mismo Dios.
La segunda lectura nos habla de no andar divididos, tener el mismo sentir y el mismo pensar. Ya es difícil caminar juntos sin disensos, ni malos entendidos. Si hay algo que nos hace a todos hermanos es tener un mismo Dios como Padre. Si hay algo que nos debe caracterizar es el sentimiento de fraternidad. Pero no siempre tratamos de justificar los defectos del prójimo, más bien buscamos resaltar sus fallos, reprochar sus errores. La murmuración y la crítica, tienen su origen en una falta de confianza en los demás. Propongo ese ejercicio saludable de ver en el otro un hermano, y pese a sus defectos saber sacar a relucir sus numerosas cualidades.
Todos tenemos puntos débiles y nuestro camino en esta tierra consiste no en cambiar nuestra propia naturaleza, sino en hacer fructificar los dones del espíritu, porque “por mí mismo nada puedo”. En realidad a fuerza de empeñarnos no podemos cambiar nada de nosotros, sólo cuando nos aceptamos comienza la aventura de dejarse trasformar por el Señor. “Todo lo puedo en Aquel que me conforta”. Si hay algo que llama poderosamente mi atención son esas personalidades arrolladoras que siempre están dispuestas a juzgar a los demás. A mí me enseñó el Evangelio a conceder el beneficio de la duda. Pero también sé que de los peores defectos se puede extraer una virtud.
Personas entregadas a una causa tienen el riesgo de caer en el fanatismo, pero también el empuje de sobreponerse a cualquier adversidad. De manera que en su justo equilibrio sería necesario reconocer que hace falta apasionarse por una meta para llevar a cabo cualquier proyecto. Pues hoy en Mateo 4,12-23 Jesús proclama “Convertios, porque está cerca el reino de los cielos”, y comienza a elegir a sus discípulos. Estar convencidos de nuestra fe y al mismo tiempo ser misericordiosos nos aproxima a todos los seres humanos, sin distinción de razas o credos. La conversión personal no se produce como la de San Pablo, cayendo del caballo y escuchando una voz. Más bien es un camino largo y sinuoso.
La fe es un don que hay que pedir y conservar con la oración y los sacramentos. Es necesario cuidarla porque es puro amor y como el amor se necesita cultivar y pulir. Pero también es una invitación a proclamar la Buena Noticia. Nos hemos acostumbrado a recibir la Palabra de Dios en la Iglesia y a escuchar las homilías de los púlpitos, de manera que somos pasivos y receptivos. Cuando lo propio sería ser activos y portadores de la llama encendida a lo largo de cientos de generaciones. Ese “Id y proclamad que el Reino de los Cielos está cerca...” debiera resonar en nuestros oídos.
No quiero terminar sin comentar el artículo de La Razón que se hace eco de las palabras del Santo Padre sobre “el genio femenino”, para constatar el escaso papel de la mujer en los órganos de gobierno de la Santa Sede. Hay que dejar constancia de esta anomalía en una Institución que va a celebrar el año del apóstol de los gentiles. Conviene recordar en esa efeméride las palabras del propio San Pablo. “No hay judío, ni griego, esclavo, ni libre, hombre, ni mujer; porque todos sois uno en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, entonces sois descendientes de Abraham, herederos según la promesa...”Gálatas, 3, 28-29. Pues a ver si se enteran aquellos que parecen ignorarlo.
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