El convento de Santa Teresa está restaurado. Glorioso regocijo ver esa noble y austera edificación, de más de dos siglos y medio de antigüedad, lucir los arcos y columnas de sus corredores, las paredes de sus salas pintadas —a mano y con pincel— con diseños sobrios y coloridos; las arañas de cristal relucientes como estrellas, la uniforme y despojada belleza de esas vigas y cañahuecas de su techumbre, visibles desde el interior, la fría aspereza de las rocas desnudas de esos muros que rodean sus estrechos pasadizos que suben o bajan, uniendo los techos —de solidez impresionante— con los plácidos pasillos del primer piso y la calma del patio, cuadrado y venerable.
Es el resultado de la iniciativa y el tesón de varios sacerdotes, la inversión de más de un millón de dólares —donados en su mayor parte por el Gobierno estadounidense— y cinco años de trabajo, invalorable, de albañiles, artesanos, artistas y arquitectos que desplegaron su saber, aprendieron de aquellos que construyeron el lugar y enseñaron a otros, las habilidades para restaurar, cualquier día, otras edificaciones veteranas.
Todo ese esfuerzo y esmero brilla ahora en el antiguo convento, y hoy también museo, donde parecería que en cualquier momento se abrirá una de esas menudas puertas, para dejar pasar a una monja que, silenciosa, abandona su celda, camina ágil sobre los limpísimos ladrillos del pasillo hacia la capilla para cantar los salmos de la hora nona o de vísperas… o se dirige a confraternizar con sus compañeras de claustro, en el patio.
El mismo patio que la noche del martes acogió el acto de reapertura de ese venerable lugar. Acto brillante y de impecable organización, donde —luego de la bendición arzobispal—, los cerca de 500 invitados se deleitaron con el arte de cinco jóvenes músicos virtuosos llegados de Nueva York para amenizar un evento cuyo ambiente pareció olvidar el espíritu de ese edificio, impregnado con las oraciones y la espiritualidad de decenas de monjas que se sucedieron durante siglos y llevaron una vida contemplativa dedicada al amor de Dios, al trabajo, la oración y la fraternidad.
La paz y espiritualidad del Carmelo perviven seguras detrás de los muros del convento-museo de Santa Teresa, en el pleno centro —bullicioso y mundano— de la ciudad. Ahora está abierto a los visitantes que sabrán recordar, cuando recorran sus pasillos, salones, celdas de claustro y otros ambientes, que están en un lugar de oración, de espiritualidad y regocijante silencio.
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