Con mirada de creyente y de pastor
Cuando rezo por la ciudad de Buenos Aires agradezco el hecho de que sea la ciudad en que nací. El cariño que brota de tal familiaridad ayuda a encarnar la universalidad de la fe que abraza a todos los hombres de toda ciudad. Ser ciudadano de una gran ciudad es algo muy complejo hoy en día, ya que los vínculos de raza, historia y cultura no son homogéneos y los derechos civiles tampoco son plenamente compartidos por todos los habitantes.
En la ciudad hay muchísimos “no-ciudadanos”, “ciudadanos a medias” y “sobrantes”: o porque no tienen plenos derechos –los excluidos, los extranjeros, las personas indocumentadas, los chicos no escolarizados, los ancianos y enfermos sin cobertura social-; o porque no cumplen con sus deberes. En este sentido la mirada trascendente de la fe que lleva al respeto y al amor al prójimo ayuda a “elegir” ser ciudadano de una ciudad concreta y a poner en práctica actitudes y comportamientos que crean ciudadanía.
La mirada que quiero compartir con ustedes es la de un pastor que busca profundizar en su experiencia de creyente, de hombre que cree que “Dios vive en su ciudad”[1]. En su “Sermón sobre los pastores”, San Agustín distinguía dos cosas distintas: la primera –decía- es que somos cristianos y la segunda, que somos obispos. Al situarnos ante la ciudad moderna, con sus imaginarios sociales tan diversos, puede ayudar este ejercicio de distinguir miradas. No para dejar de mirar como pastor al rebaño que nos fue encomendado sino para ahondar en esa mirada de fe simple que tanto le agradaba encontrar al Señor sin que le importaran raza, cultura o religión. Porque la mirada de fe descubre y crea ciudad.
Jesús en la ciudad
Las imágenes del evangelio que más me gustan son las que muestran lo que suscita Jesús en la gente cuando se encuentra con ella en la calle. La imagen de Zaqueo quien, al enterarse de que Jesús ha entrado en su ciudad, siente que se le despierta el deseo de verlo y corre a subirse al árbol. La fe hará que Zaqueo deje de ser un vendepatrias al servicio propio y del imperio y pase a ser ciudadano de Jericó, estableciendo relaciones de justicia y solidaridad con sus conciudadanos. La imagen de Bartimeo, que cuando el Señor le concede la gracia que desea –“Señor, que yo vea”-, lo sigue por el camino.
Por la fe Bartimeo deja de ser un marginal tirado al borde del camino y se convierte en protagonista de su propia historia, caminando con Jesús y el pueblo que lo seguía. La imagen de la hemorroisa, que toca su manto en medio de una multitud que apretuja al Señor por todos lados y atrae su mirada respetuosa y llena de cariño. Por la fe la hemorroisa se incluye en una sociedad que discriminaba a la gente por ciertas enfermedades consideradas impuras.
Son imágenes de encuentros fecundos. El Señor simplemente “pasa haciendo el bien”. Y uno se maravilla al ver lo que hay en el corazón de tantas personas que, excluidas para la sociedad e ignoradas por muchos, al entrar en contacto con el Señor se llenan de vida plena y esta vida crece integralmente, mejorando la vida de la ciudad.
En sintonía con el evangelio, la afirmación feliz de Aparecida que dice “La fe nos enseña que Dios vive en la ciudad” es una respuesta de fe ante el desafío inmenso que representan las ciudades actuales. Nos lleva a querer “recomenzar desde el encuentro con Cristo”[2] y no desde posturas eticistas o ilustradas. Como decía en “El sacerdote y la ciudad”[3], Aparecida constata un cambio de paradigma en la relación entre el sujeto cristiano y las culturas que se elaboran en esos grandes laboratorios que son las mega polis modernas: “El cristiano de hoy no se encuentra más en la primera línea de la producción cultural, sino que recibe su influencia y sus impactos”[4]. Las tensiones que el análisis de las ciencias nos pone ante los ojos pueden causar miedo y sentimientos de impotencia pastoral. Sin embargo, la certeza de que Dios vive en la ciudad nos llena de confianza y la esperanza de la Ciudad santa que baja del cielo[5] nos infunde coraje apostólico. Como a Zaqueo, la buena noticia de que el Señor ha entrado en la ciudad, nos dinamiza y nos hace salir a la calle.
El tono de Aparecida para mirar “La pastoral urbana”
El apartado sobre La pastoral urbana es un buen ejemplo del esfuerzo de Aparecida por encontrar el tono evangélico para mirar la realidad. Si uno relee los cinco primeros puntos se nota un intento de mirada más sociológica, por decirlo así. Resuenan primero el cambio de paradigma y la complejidad de la cultura plural (509), los nuevos lenguajes (510), las complejas transformaciones socioeconómicas, culturales, políticas y religiosas (511), las diferencias sociales, las tensiones desafiantes: tradición-modernidad, globalidad-particularidad, inclusión-exclusión…etc. (512). Pero sucede algo curioso: el desarrollo de este lenguaje tiene un punto de inflexión en el parágrafo siguiente. Es como si se tratara de tomar aire ante tanta complejidad: se valora, entonces, el pasado (“la Iglesia en sus inicios se formó en las grandes ciudades de su tiempo y se sirvió de ellas para extenderse”) y se señalan experiencias de renovación. Pero la impresión es que estas son “poca cosa” ante la magnitud de los cambios descriptos anteriormente. El texto quiere invitar a la alegría y a la valentía pero surge la palabra “miedo a la pastoral urbana”: tendencias a encerrarse, a estar a la defensiva, sentimientos de impotencia ante las grandes dificultades de las ciudades” (513).
Vienen entonces los tres puntos siguientes en los que el tono del lenguaje cambia notablemente. El punto 514 es un pequeño himno de fe, una especie de Salmo en el que la ciudad brilla como lugar de encuentro. Escuchemos cómo suena:
La fe nos enseña que Dios vive en la ciudad,
en medio de sus alegrías, anhelos y esperanzas,
como también en sus dolores y sufrimientos.
Las sombras que marcan lo cotidiano de las ciudades,
violencia, pobreza, individualismo y exclusión,
no pueden impedirnos que busquemos
y contemplemos al Dios de la vida
también en los ambientes urbanos.
Las ciudades son lugares de libertad y oportunidad…
En ellas las personas tienen la posibilidad de conocer a más personas,
de interactuar y convivir con ellas…
En las ciudades es posible experimentar
vínculos de fraternidad, solidaridad y universalidad.
En ellas el ser humano está llamado a caminar
siempre más al encuentro del otro,
convivir con el diferente,
aceptarlo y ser aceptado por él.
El tono ha cambiado. Y hace que cambie la mirada. Resuena aquí la pregunta que se hacía y nos hacía el Papa en su discurso inaugural: “¿qué es la realidad sin Dios?”[6]. La misma pregunta nos la podemos hacer con respecto a la ciudad: ¿Qué es la ciudad sin Dios? Sin un punto de referencia fundante y absoluto (al menos buscado) la realidad de la ciudad se fragmenta y se diluye en mil particularidades sin historia y sin identidad. ¿En qué termina una mirada sobre la ciudad si no se centra en una fe abierta a lo trascendente? Para ver la realidad hace falta una mirada de fe, una mirada creyente. Si no, la realidad se fragmenta.
Aparecida asumió este desafío al privilegiar una “mirada de discípulos misioneros sobre la realidad” (I parte. Cap.1 Nros. 19-32) que centrara todas las demás miradas: “Necesitamos, al mismo tiempo, que nos consuma el celo misionero para llevar al corazón de la cultura de nuestro tiempo (y la cultura late y se elabora en las ciudades), aquel sentido unitario y completo de la vida humana que ni la ciencia, ni la política, ni la economía ni los medios de comunicación podrán proporcionarle. En Cristo Palabra, Sabiduría de Dios (cfr. 1 Cor 1, 30), la cultura (y cada ciudad) puede volver a encontrar su centro y su profundidad, desde donde se puede mirar la realidad en el conjunto de todos sus factores, discerniéndolos a la luz del Evangelio y dando a cada uno su sitio y su dimensión adecuada” (Ap 41).
El parágrafo siguiente es un canto a la esperanza. La mirada puesta en la Ciudad santa que baja del Cielo instala la idea de cercanía y de acompañamiento. Nuestro Dios es un Dios que ha instalado su tienda de campaña entre nosotros (515).
El último párrafo es un esbozo de himno a la caridad, en el que el servicio de la Iglesia es fermento que transforma y realiza la Ciudad Santa en la ciudad actual (516).
De esta manera, los puntos 517-518, que son una larga lista de concreciones pastorales se hace en un lenguaje de tono propositivo y de recomendación. Explícitamente se cambió el tono ya que en la primera redacción se decía “optamos por” una pastoral urbana que… Y en la redacción final quedó: “la conferencia “propone y recomienda” una nueva pastoral urbana que… salga al encuentro, acompañe, sea fermento.
Imaginario teológico cristiano para la ciudad
En este tono de consolación surgieron las categorías de encuentro, acompañamiento y fermento que Aparecida nos propone para salir a las calles de la ciudad actual. Las consecuencias pastorales ad extra de estas actitudes y de otras saldrán en las distintas ponencias de este congreso. Más bien quisiera ahora dar un paso hacia adentro –en una especie de repliegue existencial y espiritual- para ahondar en el efecto que estas actitudes producen en nuestra mirada, en nuestro imaginario teológico. Si es verdad que se ha pasado de un sujeto cristiano cuya mirada estaba “por encima” de la ciudad, modelándola, a un sujeto que está inmerso en la coctelera de la hibridación cultural y sufre sus influencias e impactos, es necesario reconectarnos con lo “específico cristiano” para poder dialogar con todas las culturas: con una cultura cristiana, inspirada en la fe, cuya estructura de valores nos hace sentir como en casa; con una cultura pagana, cuyos valores se pueden discernir con cierta claridad; y con una cultura hibrida y múltiple como la que se gesta ahora, que requiere más discernimiento.
Ser pueblo y construir ciudades van de la mano. Y ser pueblo de Dios y habitar en la ciudad de Dios, también. En este sentido el imaginario teológico puede ser levadura para todo imaginario social.
Ya en el Éxodo, en el pueblo peregrino y en formación, cada acampada tiene en sí el germen de una ciudad; y la promesa de la tierra que mana leche y miel se concreta en el Apocalipsis, escatológicamente, en la Ciudad santa, la Jerusalén celeste que baja de cielo.
Las imágenes reveladas de la ciudad prometida (la tierra prometida) y de la ciudad regalada (que baja del cielo como una novia) responden y dinamizan a los anhelos que están siempre operantes en todo imaginario social humano, operante en la construcción de la ciudad.
También las imágenes del sueño truncado de Babel –la ciudad autosuficiente que llega al cielo- y de la anticiudad consolidada que se extiende en la tierra –Babilonia- expresan (y si uno quiere ayudan a exorcizar) los miedos y angustias del hombre al sentir que participa en la construcción de la anticiudad que lo devora.
Las imágenes más fecundas que el imaginario evangélico ofrece a todo imaginario social son las imágenes del Reino de los Cielos. Sus ciudadanos no lo defienden con armas (como le dice Jesús a Pilato); al vivirlo como puro don (como tesoro en medio de un campo) comparten con todos sus beneficios (las ramas del árbol que fue un pequeño granito de mostaza cobijan a todos los pájaros del cielo y la invitación al banquete de bodas se hace extensiva a los pobres y excluidos); el trabajo en la viña dignifica a todos por igual y las relaciones de perdón de deudas y de producir cada uno lo mejor de sí (parábola de los talentos) fecundan los anhelos ciudadanos más profundos.
En este punto estoy convencido de que profundizar en el imaginario evangélico de la ciudad, para proponerlo en toda su riqueza a la ciudad actual, es un servicio que hacemos y que puede ensanchar la esperanza común que compartimos con todos los que habitan nuestra ciudad y motivar un actuar común presidido por la caridad.
Miradas que iluminan y miradas que oscurecen la ciudad
Como se ve, ya desde el punto de partida se concibe “lo específico cristiano” como “levadura que ya está leudando la masa”. Y esto es lo mismo que sentirnos “apremiados” por un Dios que ya está viviendo en la ciudad, mezclado vitalmente con todos y con todo. Es una reflexión que nos sorprende siempre ya con las manos en la masa, comprometidos con la situación del hombre concreto tal como se da, involucrados con todos los hombres en una única historia de salvación.
Nada, por tanto, de propuestas ilustradas, rupturistas, asépticas, que parten de cero, que toman distancia para “pensar” cómo habría que hacer para que Dios viviera en una ciudad sin dios. Dios ya vive en nuestra ciudad y nos urge –mientras reflexionamos- salir a su encuentro, para descubrirlo, para construir relaciones de cercanía, para acompañarlo en su crecimiento y encarnar el fermento de su Palabra en obras concretas. La mirada de fe crece cada vez que ponemos en práctica la Palabra. La contemplación mejora en medio de la acción. Actuar como buenos ciudadanos –en cualquier ciudad- mejora la fe. Pablo recomendaba desde el comienzo “ser buenos ciudadanos” (Cfr. Rm 13, 1). Es la intuición del valor de la inculturación: vivir a fondo lo humano, en cualquier cultura, en cualquier ciudad, mejora al cristiano y fecunda la ciudad (le gana el corazón).
El pastor que mira a su ciudad con la luz de la fe combate la tentación de la “no mirada”, del “no ver”. El no ver, que el Señor reprocha con tanta insistencia en el evangelio, tiene muchas formas: la de la ceguera pertinaz de los escribas y fariseos, la del encandilamiento no sólo de “las luces del centro”, como dice el tango[7], sino de la misma revelación con la que se tientan los apóstoles “bajo apariencia de bien”[8]; también está el no mirar de los que “pasan de largo”… Pero hay un nivel más básico de esta “no mirada”. Es difícil de categorizar pero se puede describir. En algunos discursos se entrevé que la perspectiva brota de una especie de “nivelación de miradas”, si se me permite hablar así. La mirada de fe no se valora existencialmente como don de Dios al hombre que se sitúa en la frontera de la existencia para ser mirado y mirar al Dios vivo, sino que se considera la mirada de fe en cuanto “resultado”, por decirlo de alguna manera, en cuanto “lo que ya se ha dicho sobre algún tema en algún documento”. Esta mirada de fe se pone al lado de las miradas de la ciencia o de los medios y casi inmediatamente se cataloga de “anticuada” o “no puesta al día” ante la mirada de alguna ciencia que muestra cosas novedosas. En esta mirada el que habla o escribe se ubica a sí mismo en una suerte de lugar privilegiado desde donde “objetiva” la postura tradicional y el nuevo paradigma.
Es verdad que todo mirar y reflexionar tiene un carácter comparativo, pero el punto clave es si hay voluntad de “ruptura” o como dice Benedicto XVI hablando de las interpretaciones del Concilio Vaticano II, voluntad de “renovación en la continuidad de un único sujeto que crece y se desarrolla permaneciendo siempre el mismo” [9].
En términos de vida podríamos decir que la “no mirada” es la de un sujeto “abstracto” (no vivo) que mira cosas abstractas desde paradigmas abstractos. En cambio la mirada de fe es la de un sujeto vivo –el pueblo de Dios en camino, como dice el Papa -, que mira eclesialmente realidades vivientes en medio de las cuales Dios vive también.
Lo que quiero decir es que las “no-miradas” son de “no-sujetos” y la ciudad, al igual que la Iglesia, necesita mirada de sujetos (eclesiales y ciudadanos, según el caso).
¿Cómo podemos estar seguros de que la mirada de fe no cae en lo mismo que criticamos? Creo que esta mirada no se puede valorar a priori sino que se justifica por sus frutos. Carece del impacto mediático de las hermenéuticas rupturistas pero da fruto a largo plazo. ¿Qué frutos?
En primer lugar, los actos de fe acrecientan y mejoran la propia fe. Al mismo tiempo ayudan a discernir y rechazar varias tentaciones.
Se puede decir que la mirada de fe nos lleva a salir cada día y siempre más al encuentro del prójimo que habita en la ciudad. Nos lleva a salir al encuentro porque esta mirada se alimenta en la cercanía. No tolera la distancia, pues siente que la distancia desdibuja lo que desea ver; y la fe quiere ver para servir y amar, no para constatar o dominar. Al salir a la calle la fe limita la avidez de la mirada dominadora y cada prójimo concreto al que mira con deseos de servir le ayuda a focalizar mejor a su “objeto propio y amado”, que es Jesucristo venido en carne. El que dice que cree en Dios y “no ve” a su hermano, se engaña.
Las mejoras en la fe en ese Dios que vive en la ciudad, renuevan la esperanza de nuevos encuentros. La esperanza nos libra de esa fuerza centrípeta que lleva al ciudadano actual a vivir aislado dentro de la gran ciudad, esperando el delivery y conectado sólo virtualmente. El creyente que mira con la luz de la esperanza combate la tentación de no mirar que se da o por vivir amurallado en los bastiones de la propia nostalgia o por la sed de curiosear. La suya no es la mirada ávida del “a ver qué pasó hoy” de los noticieros. La mirada esperanzada es como la del Padre misericordioso que sale todas las mañanas y las tardes a la terraza de su casa a ver si regresa su hijo pródigo y apenas lo ve de lejos, corre a su encuentro y lo abraza. En este sentido, la mirada de fe, a la vez que se alimenta de cercanía y no tolera la distancia, tampoco se sacia con lo momentáneo y coyuntural y por eso, para ver bien, se involucra en los procesos que son propios de todo lo vital. La mirada de fe, al involucrarse, actúa como fermento. Y, como los procesos vitales requieren tiempo, acompaña. Nos salva así de la tentación de vivir en ese tiempo”puntillar” propio de la postmodernidad.
Si partimos de la constatación de que la anticiudad crece con la no mirada, que la mayor exclusión consiste en ni siquiera “ver” al excluido –el que duerme en la calle no se ve como persona sino como parte de la suciedad y abandono del paisaje urbano, de la cultura del descarte, del “volquete”- la ciudad humana crece con la mirada que “ve” al otro como conciudadano. En este sentido la mirada de fe es fermento para una mirada ciudadana. Por eso podemos hablar de un “servicio de la fe”: de un servicio existencial, testimonial, pastoral.
Mirada que incluye sin relativizar
¿Estoy diciendo que la fe, por sí sola, mejora la ciudad? Sí, en el sentido de que sólo la fe nos libera de las generalizaciones y abstracciones de una mirada ilustrada que sólo da como frutos más ilustraciones. La cercanía, el “involucramiento” y el sentir cómo el fermento hace crecer la masa, llevan a la fe a desear mejorar lo suyo propio, lo específico cristiano: para poder ver indivise et inconfuse al otro, al prójimo, la fe desea “ver a Jesús”. Es una mirada que, para incluir, se limita y se clarifica a sí misma.
Si nos situamos en el ámbito de la caridad, podemos decir que esta mirada nos salva de tener que relativizar la verdad para poder incluir.
La ciudad actual es relativista: todo es válido, y puede que caigamos en la tentación de que para no discriminar, para incluir a todos, a veces sintamos que es necesario “relativizar” la verdad. No es así. El Dios nuestro que vive en la ciudad y se involucra en su vida cotidiana no discrimina ni relativiza. Su verdad es la del encuentro que descubre rostros y cada rostro es único. Incluir personas con rostro y nombre propios no implica relativizar valores ni justificar antivalores, sino que no discriminar y no relativizar implica tener fortaleza para acompañar procesos y la paciencia del fermento que ayuda a crecer. La verdad del que acompaña es la de mostrar caminos hacia adelante más que juzgar encierros pasados.
La mirada del amor no discrimina ni relativiza porque es misericordiosa. Y la misericordia crea la mayor cercanía, que es la de los rostros, y como quiere ayudar de verdad busca la verdad que más duele -la del pecado-, pero para encontrar el remedio verdadero. Esta mirada es personal y comunitaria. Se traduce en la agenda, marca tiempos más lentos que los de las cosas (acercarse a un enfermo requiere tiempo), y crea estructuras acogedoras y no expulsivas, cosa que requiere también tiempo.
La mirada de amor no discrimina ni relativiza porque es mirada de amistad. Y a los amigos se los acepta como son y se les dice la verdad. Es también una mirada comunitaria. Lleva a acompañar, a sumar, a ser uno más al lado de los otros ciudadanos. Esta mirada es la base de la amistad social, del respeto de las diferencias, no sólo económicas sino también las ideológicas. Es también la base de todo el trabajo del voluntariado. No se puede ayudar al que está excluido si no se crean comunidades inclusivas.
La mirada del amor no discrimina ni relativiza porque es creativa. El amor gratuito es fermento que dinamiza todo lo bueno y lo mejora y transforma el mal en bien, los problemas en oportunidades. El pastor que mira con mirada de agape descubre las potencialidades que están activas en la ciudad y empatiza con ellas, fermentándolas con el evangelio.
Estas tres propiedades de la mirada y del actuar del pastor no son fruto de una descripción piadosa sino de un discernimiento que proviene del “objeto” (si se nos permite hablar así, ya que el Señor resucitado es mucho más que un objeto) que contemplamos y de la persona a quien servimos. Un Dios vivo en medio de la ciudad requiere profundizar en el camino de esta mirada que proponemos.
No es un mirarse al ombligo como lo es el “mirar cómo miramos”. Porque la ciudad, como los desiertos, produce espejismos. Y con la mejor intención puede ser que nos engañemos. La fe siempre se ve desafiada a superar espejismos. Nos hemos desengañado (algunos quizás demasiado) del espejismo de las ideologías políticas, de mirar no sólo las ciudades sino todo el Continente desde ideologías que proponían caminos rápidos para lograr la justicia. El precio fue la violencia y una desvalorización de la política que recién hace poco está comenzando a revertirse.
Hoy hay otros espejismos. Quizá por contraposición temporal se puede discernir su raíz. Si los espejismos políticos exigían un paso rápido a la acción, los espejismos ilustrados más bien “retardan”. El punto aquí es si la teoría se vuelve tan complicada que en vez de suscitar “salidas apostólicas” suscita “discusiones sobre planes apostólicos”.
Conclusión
Dios vive en la ciudad y la Iglesia vive en la ciudad. La misión no se opone a tener que aprender de la ciudad –de sus culturas y de sus cambios- al mismo tiempo que salimos a predicarle el evangelio. Y esto es fruto del evangelio mismo, que interactúa con el terreno en el que cae como semilla. No sólo la ciudad moderna es un desafío sino que lo ha sido, lo es y lo será toda ciudad, toda cultura, toda mentalidad y todo corazón humano.
La contemplación de la Encarnación, que San Ignacio presenta en los Ejercicios Espirituales, es un buen ejemplo de la mirada que aquí se propone[10]. Una mirada que no se queda empantanada en ese dualismo que va y vuelve constantemente de los diagnósticos a la planificación, sino que se involucra dramáticamente en la realidad de la ciudad y se compromete con ella en la acción. El evangelio es un kerygma aceptado y que impulsa a transmitirlo. Las mediaciones se van elaborando mientras vivimos y convivimos.
En la contemplación de la Encarnación, San Ignacio nos hace “mirar cómo mira” al mundo la Santísima Trinidad. La mirada que propone Ignacio no es la que asciende del tiempo a la eternidad en busca de la visión beatífica definitiva para luego “deducir” un orden temporal ideal. Ignacio propone una mirada que le permita al Señor “nuevamente encarnarse” (EE 109) en el mundo tal como está. La mirada de las tres personas es una mirada “que se involucra”. La Trinidad mira todo: “toda la planicie o redondez del mundo y a todos los hombres”, y hace su diagnóstico y su plan pastoral. “Viendo” cómo los hombres se pierden la Vida plena (“descienden al infierno”), “se determina en su eternidad (Ignacio penetra en el deseo más íntimo y definitivo del corazón de Dios, la voluntad salvífica de que todos los hombres vivan y se salven) que la segunda Persona se haga hombre para salvar al género humano” (EE 102). Esta mirada universal se vuelve concreta inmediatamente. Ignacio nos hace mirar “particularmente la casa y aposentos de Nuestra Señora, en la ciudad de Nazaret, en la provincia de Galilea” (EE 103).
La dinámica es la misma de Juan en el lavatorio de los pies: la conciencia lúcida y omniabarcativa del Señor (sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos) lo lleva a ceñirse la toalla y lavar los pies a sus discípulos. La visión más honda y más alta no lleva a nuevas visiones sino a la acción más humilde, situada y concreta.
Teniendo en cuenta estas reflexiones, y para concluir, podemos decir que la mirada del creyente sobre la ciudad, se resuelve en tres actitudes concretas:
El salir de sí al encuentro del otro se resuelve en cercanía, en actitudes de projimidad. Nuestra mirada siempre tiene que ser salidora y cercana. No autorreferencial sino trascendente.
El fermento y la semilla de la fe se resuelve en el testimonio (si sabiendo estas cosas las ponen en práctica, serán felices). Dimensión martirial de la fe.
Y el acompañamiento se resuelve en la paciencia, en la hypomoné, que acompaña procesos sin maltratar los límites.
Por este lado me parece va el servicio que, como hombres y mujeres creyentes, podemos brindar a nuestra ciudad.
Buenos Aires, 25 de agosto de 2011
Card. Jorge Mario Bergoglio s.j.