La oración de petición nace siempre de un grito del hombre dirigido a Dios con el que pretende arrebatarle una respuesta eficaz a una necesidad humana concreta.
Con la oración de súplica, el hombre desea fervientemente que Dios intervenga en la historia particular del hombre, y la cambie.
Sin embargo, pedir con intenciones de eficacia, no parece ser el modo cristiano de rezar que Dios desea para el hombre.
Cuando se piensa que Dios puede alterar el curso normal de los acontecimientos de la historia, por petición o capricho del hombre, nos aleja de la idea del Dios cristiano que los Evangelios nos enseñan. Rezar buscando siempre un resultado eficaz es más propio del que se pone en manos de un mago que de la actitud de un creyente.
La oración cristiana es en sí misma gratuita y materialmente ineficaz, porque no busca resultados inmediatos, ni puede ser nunca moneda de cambio para conseguir cualquier tipo de beneficio contable.
La oración del creyente se establece en una tesitura totalmente diferente y difícilmente cuantificable, porque no sabe ni de resultados, ni de números, ni de cantidades.
La oración cristiana y gratuita es ante todo incondicional. A Dios no se le pueden poner condiciones, para arrebatarle nada que no nos haya concedido por adelantado. En Jesucristo se nos ha dado todo y no hay nada nuevo que ya no se nos haya ofrecido y que se pueda pretender conseguir de nuevas.
El misterio de la oración parte justamente del descubrimiento que hace el creyente al descubrir que en Cristo ya se ha recibido todo. Se reza para poder percibir lo que Dios le ha regalado al hombre y que ya le pertenece a éste por pura iniciativa generosa y amorosa de Dios.
En ese sentido, la oración de petición va dirigida a Dios para abrirse a la percepción de lo que ya se posee. La oración cristiana es más teológica o trascendente si cabe que antropológica.
En otras palabras, Dios no necesita de nuestros ruegos. En la oración de súplica se pide entonces descubrir la presencia de Dios en todo aquello que configura la vida del creyente.
La súplica de la oración no es causal, sino expresión de alabanza y diálogo interpersonal, porque en el caso contrario la oración se convertiría en un medio para manipular a Dios. Mucho antes de que se lo pidamos, y sin ni si quiera pedirlo, Dios sabe bien lo que el hombre necesita.
El orante no debe desafiar nunca a Dios, porque distorsiona la calidad y la esencia misma de la oración.
Dicho en otros términos, me atrevería a afirmar que la oración, por su esencia gratuita e incondicional, no es eficaz en sí misma, vista desde la óptica material, entendiendo esto como si Dios pudiese intervenir en la historia personal del hombre para modificar su curso natural.
Luego si la oración no es eficaz, ¿qué función desempeña en la vida del creyente? Simplemente, es el modo que el hombre tiene de establecer un diálogo abierto con Dios. Y si hay diálogo es que primero existe la escucha.
La escucha de Dios se posibilita a través de su Palabra, del ejemplo de los demás, y de los acontecimientos de la vida en los que es posible percibir su presencia.
Todo está habitado por la presencia del Misterio, pero hay que saber percibirlo, y eso sí es objeto de la oración de petición. A Dios le pedimos que nos abra los ojos para descubrir su paso sigiloso a través de los pequeños gestos que componen nuestra vida.
Con esto no estoy afirmando que la oración de petición sea inútil, sino que forma parte de un proceso que debe conducir al creyente desde la rebeldía por la falta de aceptación de una realidad vital, hasta llegar al diálogo de Padre a hijo donde se experimenta el consuelo de la presencia del Amado, que sin modificar la materialidad de la necesidad concreta, nos permite comprender y aceptar el dolor y el sufrimiento que la vida inflige al hombre en determinada situación.
No se trata ni de derrotismo ni de resignación mal entendida. La palabra re-signación está compuesta de dos términos muy importantes: darle un nuevo significado a la historia personal que nos tiene afligidos.
Sólo Dios, a través de su intervención en el corazón del orante, puede lograr que tengamos una nueva y mejor comprensión de ese acontecimiento de nuestra vida que nos ha quitado la paz interior.
En ese sentido, la historia dolorosa del hombre se convierte, de repente, por el poder de la oración, en un símbolo de la presencia de Dios, capaz de transformar el enfoque distorsionado que nos tenía anclados a una visión excesivamente material de la realidad.
Cuando se logra re-significar la vida, Dios se hace el cercano, el perceptible, el palpable, donde se le puede experimentar sin necesidad de que altere la naturaleza de nuestra historia.
El dolor no me lo quita nadie, ni Dios si quiera, pero Él sí lo llena de sentido, dejándose percibir por el orante como mediación generadora de consuelo y esperanza, pese a todo, allí mismo donde antes sólo se veía desolación y sufrimiento. Ahí, precisamente, es donde está Dios, porque la oración ha logrado que la realidad se convierta en símbolo de su misma presencia.
Al final del proceso de maduración de la oración, que va de la súplica al diálogo, se comprende bien que el ejercicio del creyente no ha sido un monólogo ineficaz y absurdo, sino un diálogo con alguien silencioso que “eficazmente” ha modificado la visión del mundo, permitiendo que nazca la experiencia personal de Dios, sin haber alterado el curso natural de la historia individual.
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